Amada Bales Unapura, en un arranque de locura inesperado, se levantó de su curul y, a grito pelado, reabatió a su camarada de bancada: “¡No, no nos hagamos tarugos! Sabemos mejor que nadie que el compañero Bejarano y compañía está ligado con la corrupción, que manipula a sus huestes para apoyar a ya sabemos quién, y que si no hemos hecho nada por meter al bote a Godoyito es porque no nos conviene”. 
“¡Bolas, perico!”, comentó alguien del PRI, a otro diputado se le cayó el rosario al piso, mientras que el grupito que estaba alrededor de la perredista Amada se había quedado paralizado, como si hubiesen visto a un extraterrestre. “Ya basta de darnos baños de pureza y legalidad”, remató la diputada Unapura.
Después de pronunciar estas últimas palabras, Amada se desplomó al piso, llevándose en la caída a su sonriente compañero de partido, que se rompió los dientes al rebotarle la cabeza contra el zapato de Amada. 
No sé si debemos o no creer esto, lector querido, simplemente te narro lo que el brujo “Cocoy” me contó en su casa en Catemaco, mientras degustábamos unos buenos tragos del sotol que le había regalado su compadre yaqui. Rosalía, su compañera, comentó: “No será que le echaron mal de ojo a mi hijita, Amada”. “¡Qué mal de ojo ni que las hilachas —repuso ‘Cocoy’— ese fue el espíritu de tu ex Pito Agapo, vino a jalarle las orejas a Amanda para que no se ligara con las huestes del chamuco”. “¿Tú crees Cocoy?”, repuso Rosalía.
Pronto, sin decir agua va, yo sentí un airecito frío detrás de las orejas, se me pararon los pelos del lomo y el trago de sotol se me fue por otro lado. El gato salió como chiflido por debajo de mi silla, y las corvas me empezaron a temblar. “¡Tranquilos! —ordenó ‘Cocoy’—, tranquilos, es Pito, que quiere decirnos algo”. “Cocoy” tomó un lápiz y un papel y preguntó al viento: “¿Qué quieres Agapo?” “Cocoy” empezó a garrapatear algo en el papel. Rosalía no aguantó la curiosidad y le arrebató el papel, en el que se podía leer: “… aywueyyyy… Sseveero, Agapppitu… ojete pg y ever arde… ligas, bejar ano… peligro hijittoks”.
Yo no entendía ni torta de lo que había pasado, y mucho menos entendía lo que había dictado el espíritu de “Pito”, pero aparentemente Rosalía y “Cocoy” sí lo sabían.
La verdad no me atreví a preguntar nada porque vi unas lagrimitas en los ojos de Rosalía, y “Cocoy” había puesto cara de pocos amigos.
“¿Ya regresaste Marcelín, dónde andabas?”, preguntó dulcemente Rosalía a su méndigo gato, que, en su precipitada huída, al salir por debajo de mi silla me había clavado sus uñotas en mis escuálidas “nachas”. “Cocoy” me regaló una pomada hecha con yerbas y me fui a dormir.