Antes de escribir esta columna, tras las violentas detenciones de cinco pobladores de Chalchihuapan, me detuve para buscar entender el sentimiento que me invade al ver la esquizofrénica forma de gobernar de Rafael Moreno Valle.
Por supuesto, me pregunté: ¿Qué es lo que siento? ¿Enojo? ¿Ira? ¿Asco? ¿Coraje? 
Al instante, vino a mi mente la familia de José Luis.
¿Y ellos qué sienten? ¿Impotencia? ¿Desprecio? ¿Desesperación? ¿Odio? ¿Tristeza?
Pero también están los manifestantes heridos. Y los detenidos el 9 de julio antes del desalojo. Y los nuevos detenidos. 
Por supuesto, ellos tienen un sentimiento adicional: tienen sed de venganza.
Y en consecuencia, el odio es un común denominador y la impotencia lo acrecienta.
Imaginen a esa madre a la que le arrebataron parte de su alma con el asesinato de su hijo, cuando se enteró de que el máximo castigo para el hombre que ordenó el desalojo fue una multa y una amonestación.
¿Cómo explicarle que para el Señor de las Balas la vida de su hijo tiene precio y que el autor intelectual del asesinato pagará esa vida con el pago de un puñado de billetes?
¿Cómo decirle que el gobernador no fue capaz de ofrecer personalmente la disculpa ordenada por la CNDH porque su orgullo no se lo permite, además de que afecta su imagen política?
¿Cómo hacer entender a doña Elia que los desgraciados que mataron a Pepe seguirán gozando no sólo de su libertad, sino hasta de su importante cargo en el gobierno estatal?
¿Cómo explicarle a la señora que para Rafael Moreno Valle la vida de su hijo le ha costado millones de pesos para acallar a los medios, mientras ella llora a su hijo bajo su eterna pobreza?
Evidentemente, no hay manera de explicarle nada, aunque el cínico comunicado oficial del gobierno del estado asegure que han cumplido con todas y cada una de las recomendaciones de la CNDH, en lo que es una burla más de Moreno Valle contra las víctimas de Chalchihuapan.
 
Chalchihuapan, crónica de una infamia
Y a propósito del dolor y la impotencia de doña Elia, recibí un elocuente y sentido relato, firmado por un estudiante de la carrera de Comunicación, Manuel Olivera López, el cual fue presentado como un trabajo de Taller de Periodismo.
Así es como este joven imagina el dolor de doña Elia Tamayo. 
 
De nuevo Elia está poniendo tres platos sobre la mesa, no tengo cara para decirle que uno está de más. Cuando saca los vasos se percata que ya nadie comerá del tercer plato. A él le gustaba el arroz con frijoles. Oigo su saliva pasar áspera por la garganta y se vuelve para verme buscando escuchar que Pepe no tarda en volver de la escuela, seguro está jugando la cascarita con sus amigos y por eso no llega. Quisiera poder decírselo.
Salió temprano corriendo porque, como siempre, se le hacía tarde. Lo último que escuchó de mí fueron regaños. Más tarde lo volví a ver, ahora era yo quien corría detrás de la camilla porque no quería que fuera demasiado tarde. Para cuando uno se percata de las cosas siempre ya es tarde. Había sangre en su cara, la negrura de su cabello y los coágulos eran lo mismo, la sangre seca le cubría los ojos y el resto de su carita. Sus ojos felices, le decía Elia.
El hambre no llega y la comida se hace ceniza en la boca cuando ya  no hay por qué comer, por qué seguir respirando. Mientras, los asesinos de Pepe comen lomo y demás cosas caras, como reyes por encima de Dios. Quesque un cohetón lanzado por los mismos vecinos mató a mi hijo, que la trayectoria y ondas expansivas ¡Chingaderas! Esos marranos nos mataron hace meses y seguimos caminando para verlos pagar, nada más. Esa tarde del nueve de julio no murió un niño; murió una familia.
Elia tiene miedo de seguir viviendo y saber que los asesinos también. Que ellos y los policías duermen tranquilos porque “cumplieron con su deber”. Del sepulcro de mi hijo nace una estela que huele a muerte, raspa; si se sigue, lleva hasta el gobernador y sus achichincles, ellos pueden verla pero no la sienten.  Llevan ignorándola dos meses.
Las disculpas las inventaron los pecadores para mentirse a sí mismos, aminorar la peste que los pudre. Yo no quiero palabras descompuestas, enfermas, provenientes de labios necrosados. Quiero a Pepe, quiero que sus hijos también mueran y no ofrecerles disculpas por mis malos deseos. Por eso también soy pecador.
Los platos ya están vacíos y Elia sigue apuntando con la cabeza hacia la foto de Pepe pero sus ojos van más allá. San Charbel y San Judas son guardianes mudos de la fotografía, del recuerdo de la risa de Pepe. No malgastan esfuerzos en calmar lo inconsolable. La cera derretida escurre y se detiene a medio camino, no termina de caer, me recuerda a la justicia.
Pasó la temporada de cortar azucenas y Pepe sólo las tocó en su florero, desde la tierra, todos los días un racimo nuevo hasta que se limpió el cerro de la flor blanca. Hay una bala de goma en el suelo de San Bernardino Chalchihuapan, bañada en sangre blanca, inocente, inmadura. Lleva ahí dos meses sin ser recogida, todos saben que existe y dónde yace. Hay una mano que la puso en ese lugar, aún tiene sus cinco dedos intactos. Hace dos meses mataron a mi hijo, hace dos meses soy el muerto que respira.
 
Y usted, ¿se ha puesto por un instante en los zapatos de doña Elia?