Esta mañana, mientras compartía el café con un amigo, éste me decía: “Cada día despierto y abro con ciertas reservas las publicaciones en el Facebook: temo encontrarme una nueva sentencia acusatoria en contra de quien sea; mentadas de madre al Presidente de la República, o bien, algún osito de peluche con cara bondadosa que me asegura que hoy es un maravilloso día.
Enseguida, la imagen de San Judas rodeado de monedas y con la firma del usuario que postea advirtiéndome que si no comparto esa imagen nunca conseguiré resolver mis problemas económicos. Estoy empezando a creer que esa es la razón de mi ruina.
“Aparece una nueva declaratoria en la que se me advierte algo, lo que sea, algo me advierten ciertas autoridades, o quienes se sienten autoridades religiosas, so pena de irme al infierno si no atiendo esa advertencia.
“Un nuevo meme se ha hecho viral en las redes, alguien ha conseguido más de 100 mil likes. Un entusiasta joven vendedor de empanadas, es el nuevo StuatMill del siglo 21 (y lo será, por una semana); algunas de mis frívolas amistades han colgado el platillo de la cena de ayer, otros me mantienen al tanto de su trayectoria de aeropuerto en aeropuerto.
“Leo la indignación por los matrimonios igualitarios, a través de las homilías de mis religiosos amigos que se confrontan con la ironía irreverente de mis otros amigos.
“Intento hacer un alto y, ser selectivo —como dicen los que dicen que saben de periodismo y de comunicación—, pero, ¿qué es lo que se puede elegir? Más aún: ¿hay algo qué elegir?”
Tras una pausa, ambos nos quedamos mirando a ningún lado, bebimos el último sorbo de café, nos despedimos y cada quien tomó su camino.
Más tarde, mi sobrino Josemaría, con el buen humor que le caracteriza, me reclamó no haberle felicitado por su cumpleaños —una semana atrás—: obviamente me disculpé y me aseguró que no le interesaba, en realidad, que lo había hecho para “hacerme sentir mal”.
A propósito, me relató un experimento curioso: el pasado año, cuando tenía su fecha de cumpleaños publicada en el Facebook, recibió aproximadamente 300 felicitaciones; este año que la quitó, ya no hay quien avise a los usuarios que “hoy es el cumpleaños de Josemaría” y recibió una llamada telefónica de felicitación.
No sé exactamente qué es lo que describan estas dos charlas, pero estoy seguro que algo describen; claro que no hay mucho tiempo para detenerse en definiciones; el caso es que tanto más avanzan la tecnología, que pretende el ahorro de tiempo, menos es el tiempo que tenemos para la reflexión.
No es cuestión de satanizar la tecnología; creo más bien que se trata de detenerse un poco para ver cómo aquello que consistía en el mundo de las herramientas constituye hoy el mundo de los sistemas. Esta mirada no es mía, pertenece a las postreras reflexiones de un hombre permanentemente preocupado por el rumbo que tomaba la sociedad, particularmente desde el campo de la educación y de la tecnología, me refiero a Iván Illich.
Con una disculpa de por medio, pues no vaya a ser que diga lo que no quiso decir este pensador, comparto su reflexión: la herramienta, concebida como extensión de las posibilidades propiamente humanas, tiene por finalidad: economizar esfuerzos, incrementar la eficiencia y acrecentar el beneficio. Pensemos en las viejas máquinas de escribir gracias a cuyo teclado no fue necesaria ya la caligrafía; permitía la producción en serie, con una o dos copias al carbón, y posibilitó el trabajo en equipo sobre un mismo texto. En fin, una herramienta en manos del usuario, donde el usuario ponía los fines.
Cuando la herramienta se convierte en sistema, aquella adquiere cierta automatización y por ende, cierta autonomía. El usuario, inserta datos, información, y después se somete a los resultados que a partir de la alimentación de tales datos y la programación establecida, genera dicho sistema.
Claro, alguien ha diseñado ese sistema, no es un ser mágico salido de ningún lado, pero creo que estos sistemas, en el caso de los medios electrónicos, han generado resultados que – efectivamente- el ser humano mismo ha programado, pero quizás sin saber qué los ha programado: las llamadas viralizaciones; la estandarización de los sentimientos de afecto; la entronización de un acontecimiento, no por su trascendencia, sino por los alcances de su difusión, son el fruto de una dinámica del mundo de los sistemas. Una dinámica que, incluso, me hace sentir bien al creer que la gente tiene presente mi cumpleaños…
Hasta la próxima…