Es la pasión. Es la ceguera que vivimos quienes nos enamoramos, lo que compone el retrato que Ovidio, el poeta latino, hizo de la humanidad usando el modelo de Medea. Aquella enamorada de Jasón, que se olvidó de sus deberes hacia el honor de su casa y optó por entregarse a su amado.
Fue Medea la que recitó aquella frase que se repite una y otra vez en nuestra vida, sepamos o no quién es Medea: “Veo lo mejor, lo acepto, pero siempre hago lo peor” (los eruditos que saben latín la escriben más o menos así: Video meliora proboque deteriora sequor).
Me produce cierta vergüenza acudir a un clásico del tamaño de Ovidio para conversar hoy, en estas líneas, acerca de esta dinámica en la que los mexicanos —y una buena parte de la humanidad—, estamos insertos.
Y me produce vergüenza porque muchas de nuestras pasiones que hacen continua la elección errática, tienen protagonistas menos nobles, menos sublimes que los que provocaron los arrebatos de Medea, ciega por las promesas de un amor que al final fue traicionado.
Un amor embriagado; pero, al fin y al cabo un amor sufrido, padecido, inmovilizador de la voluntad razonada.
Por cierto, cuando hablamos de amores apasionados, a eso nos referimos, a los amores que se padecen, que no son buscados, que llegan sin que nadie los llame.
Ese fue el amor que arrebató a Medea de sus deberes; fue el amor que culminó en el suicidio de Romeo y Julieta, fue el amor de Helena y de Paris, que desató la guerra de Troya.
Creo que reconocer aquello que la razón nos dicta hacer; pero reconocer también aquello que nos sitúa en una existencia donde no todo es razón, nos constituye como humanos, no como una maquinaria cuyas reacciones son siempre previsibles y programadas.
El caso que hoy quisiera compartir, se refiere a las conductas que identifican a una población a la que algunos llaman víctimas del consumo.
En primer lugar no considero que quienes acuden complacidos al llamado de las argucias y seducciones de los profesionales del consumo, sean víctimas.
Considero que podrían ser tales si su voluntad fuera violentada; si padecieran sin quererlo el sufrimiento de un ataque en el que se encuentran desprovistas de defensa.
Los consumidores actuales, repetimos aquella frase que Ovidio puso en boca de Medea y aunque reconocemos lo bueno, hacemos lo que no debemos hacer; pero no porque estemos arrobados por la belleza o por las virtudes del objeto de nuestra atracción.
Por supuesto que somos seducidos pero, ¿a qué se debe esta debilidad nuestra para ser seducidos por el consumo?
Mucho han escrito con el dolor que inspira la nueva sociedad, autores como Bauman, Lipovetsky (a quienes recomiendo para entender un poco sobre nuestro momento histórico), acerca de esta sociedad del vacío, de esta sociedad líquida, y no soy quién para decir algo mejor de lo que estos pensadores han dicho.
Mi intención es compartir las conclusiones personales de una reflexión sobre esa actitud desbordada que, a pesar de las advertencias de sobriedad presente en muchas de las redes sociales; a pesar de las críticas que ocupan las conversaciones de quienes nos lamentamos sobre la llamada crisis económica que golpea tantos sectores de la sociedad; a pesar de ello, campañas como el internacional black friday, o nuestro Buen Fin, son certeras, efectivas, y alcanzan de sobra sus objetivos.
Y es que la seducción de la que somos presas se reduce a que quienes facturan estas campañas, no usan argumentos; por el contrario, atacan, dicen los expertos de la propaganda, los afectos más primarios del ser humano y que se reducen a la creencia de que la posesión otorga poder, otorga consuelo, otorga compañía, y en fin, otorga sentido.
En cambio la argumentación revela razones, obliga a la reflexión y confronta los apetitos con las necesidades.
Por supuesto, sabemos lo que necesitamos; pero es más seductor saber que “podemos” a reconocer lo que necesitamos. Los mercadólogos, los propagandistas del consumo lo saben y así seducen.
La justificación llegará tarde y aquellos que se embriagan en el consumo intentarán argumentar que sus impulsos tenían una razón, toda vez que los bolsillos queden vacíos y las cuentas bancarias infladas.
Hasta la próxima.