“…lo repito, no somos nosotros los sobrevivientes, los verdaderos testigos… los sobrevivientes somos una minoría anómala… aquellos que por su habilidad o su suerte se salvaron de la muerte…”. Así escribía Primo Levi en 1989 al referirse a los horrores de la Segunda Guerra Mundial y el dominio nazi.
Probablemente podríamos hacer nuestras esas palabras cuando haya que hablar de esta historia que corre como agua putrefacta bajo nuestros pies y que arrastra a tantas bocas calladas y tantos ojos cerrados que no podrán hablar más, cuyo silencio grita para denunciar el sinsentido. La voz del silencio, la ausencia del testimonio de la que habla Joan Carles Mélich.
Tantas veces he leído aquél poema de Miguel Hernández, y hace apenas dos días resonó con un sentido nuevo: “…cuánta boca ya enterrada, sin boca desenterramos…”
Cuántas bocas cerradas que no encuentran su voz sino en aquellos que dan testimonio de su ausencia…
“… boca que arrastra mi boca; boca que me has arrastrado…”
Están frente a mi 12 silencios, hartos del otro silencio, el de la impasividad; el de quienes les han arrancado de un mordisco, un gajo del alma; un mordisco que no habrá de sanar.
Son 12 rostros cuyas historias están marcadas para siempre por la ausencia siempre presente. Historias vivas de arrugas, canas prematuras y ojos vacíos de llanto; historias donde lo único presente cada mañana, cada atardecer y cada noche, es la pregunta: ¿dónde está?
—Al principio, cuando dejé de verlo, cuando no regresó, no hice más que orar para que volviera… No he dejado de hacerlo estos 4 años, y hoy no sé qué signifique “regresar”.
Son 12 silencios que hablan a su vez del silencio de cientos, de miles… silencios que tienen su propio mundo. Silencios que son personajes de las historias de los diarios, de las redes, de los expedientes que se enmohecen en los archivos de los juzgados. Mundo de fantasía en donde danzan lo macabro, la desesperación y la esperanza.
—No puedo, como me dicen los psicólogos de la PGR; hacer duelo: ¿con qué cuerpo? ¿Con la certeza de qué? No se puede hacer duelo cuando, cada mañana me pide que no deje de buscarlo.
Eso no lo entienden los formularios fríos que, quién sabe si para negar la realidad, o ya ahogados en esa ficción que llamamos justicia, buscan “antecedentes”. ¿Qué antecedentes justifican castigar a una víctima?
Hartos de no ser escuchados; hartos de naufragar en la indolencia de las instituciones; hartos de estar hartos.
—No tolero las noches de frío. No tolero arroparme en una cobija, cuando no sé si mi hijo está pasando frío y él no puede cobijarse.
Esas declaraciones no estarán en ningún expediente. Son los testimonios que dan voz a los que no tienen voz, o está ahogada en ningún espacio.
Cada semana, esos 12 silencios se reúnen en alguna parte, sedientos de ser escuchados sobre lo que ya no tienen palabras para decir. Y sonríen, y bromean, y cargan pesadamente la lucha entre las expectativas de los hechos que anuncian la fatalidad, contra la esperanza que se niega a ser callada.
“... perro que ni me deja, ni se calla; siempre a su dueño fiel, pero importuno… no podrá con la pena mi persona; circundada de penas y de cardos…” (Miguel Hernández, poeta)
No caben pésames, no puede haberlos porque el pésame en la ausencia sin muerte, no es consuelo, sino una espada como la que Simeón le profetizaba a María.
Tuve frente a mí esos 12 silencios; son más, muchos más quienes están convocados a estos encuentros, pero la cotidianidad, la sobrevivencia, no les da oportunidad, siquiera, de estar acompañados en sus soledades. La vida diaria no les deja espacio para conversar con la vida arrebatada.
Mientras miraba a cada uno, preguntaba por el sentido que podría tener para ellos seguir adelante. Entonces entendí que somos los otros, el oído que los escucha. Y que, finalmente, es en ellos, en esos silencios desagarrados, que permanecen de pie, en quienes se encarna el sentido que muchos hemos perdido.
Hasta la próxima.