Una guerra entre los optimistas a ultranza y los voceros de la amargura y de la derrota, parece ser el escenario recurrente que alberga la historia del hombre, una y otra vez, en cuanto se ve amenazada cierta estabilidad en sus maneras de vivir.
Hoy quisiera compartir con ustedes una reflexión sobre las ilusiones que los seres humanos tejemos y que a fuerza de nuestro anhelo de sobrevivir a la adversidad, convertimos en realidades.
Son una y cien veces las que escucho a mis amigos y a mis amigas, compañeros de una generación nacida entre los años 50 y 60; les escucho, decía, emitir sus juicios de remembranza: acusar a una actual juventud indolente, consumista, poco solidaria y con un enorme individualismo.
Les escucho y quiero imaginarlos en esa misma edad que critican, e imaginarlos, comprometidos, austeros, solidarios y preocupados por el bien común. Sin embargo cuando regreso mi reloj imaginario, miro a jóvenes ansiosos por probar alcohol a escondidas, fumar un carrujo de mota, preocupados, eso sí, por concluir una carrera; amenazados por las advertencias de sus respectivos padres, quienes les sentenciaron la urgencia de obtener un título o apresurarse a conseguir un trabajo, porque “no se les iba a mantener para siempre”.
Miro, eso sí, a pocos que elegían una profesión por verdadera pasión —ojo que no digo convicción que sería muy petulante—, y no para ser exitosos o tener lana. Igual que ahora: a unos cuantos.
Regreso la mirada y contemplo a una juventud que habría de demostrar su validez como varón o como mujer, anunciando su futuro matrimonio y regodeándose en el alcance de su madurez puesto que ya “sentaría cabeza” y dejaría atrás las locuras de la adolescencia —esto, claro está servía también para ocultar el embarazo no deseado, producto de la misma lívido que acompaña al ser humano desde que apareció en la tierra, pero no tenía condones—.
Miro a una juventud que se complacía en el desprecio de los homosexuales, construyendo chistes y burlas contra los maricones y mofándose de cuanto no cumpliera los estándares de una previsible clase media, a tal punto de darse por bendecido al no encarnar personajes como el de la India María, las ficheras, etcétera… Veo a una juventud que bailaba “fiebre de sábado en la noche” o se sentía intelectual por escuchar en sus “grabadoras”, a Led Zeppelin, solidarizarse con Silvio Rodríguez, Serrat o Pablo Milanés.
Y no, no miro tampoco a una pléyade de héroes del 68: miro a jóvenes que poseían un escenario acorde para despertar y rebelarse, pero que al cabo del tiempo —salvo sus muy honrosas excepciones—, también se vendieron al sistema y son los abuelos de los actuales Millennials.
Tengo la edad suficiente para mirar desde distintos balcones del tiempo y no, no veo a una juventud mejor; miro a la creadora de los actuales jóvenes a quienes ha aplicado la destructiva frase de “que mis hijos tengan lo que yo no tuve”.
Miro a una juventud, hoy barbada, flácida, tal vez calva y canosa que cree que la indolencia actual de una generación cuyo estándar de valor radica en el consumo desmedido y en la protesta cómoda; es un perfil bajado del cielo y producto de los “tiempos modernos”, en los que “ellos” —no sabemos quiénes—, tienen la culpa de lo que pasa en el mundo.
Tengo una profesión que me permite ver a padres protectores, tejedores de una moral de la cintura para abajo y a quien preocupa otorgar a sus hijos el Ipad 45; o bien a padres de actuales criminales, hijos de la miseria y del otro lado de esa sociedad despreciada por la clase media de los 70.
Y como dice mi querida Mafalda: “Cuando miro a la gente vacacionando, me da la impresión de que nadie tiene la culpa de nada”.
Y, por cierto, no, amigos, nuestro México tampoco era mejor antes de la llegada de Trump al poder. Ese pobre xenofóbico no tiene la culpa de nuestra falta de educación cívica, de nuestra falta de respeto mutuo, de nuestro agandallamiento permanente y de nuestra corrupción privada y oficial; no tiene la culpa de que creamos que “pensar bonito” es el motor de la solidaridad y el cambio, ni de que hayamos creado una generación que, voltea los ojos al país del “progreso” y se deja la piel a mitad del Río Bravo…
Tú, y yo, amigo lector, tenemos mucha responsabilidad de lo que le pasa a nuestros jóvenes y a nuestro país. No fuimos, ni somos santos.
Hasta la próxima…