Le retiré el documento con la rapidez de un toro que en un derrote arranca la muleta a su matador. Examen parcial. Materia, Pensamiento crítico. Segunda pregunta: “Detalla cómo se construye la verdad”. Sobre el pupitre quedó la evidencia como una mancha de adobo en el vestido de una novia. Era un “acordeón” gigante o como dice el de la cadena gringa expendedora de hamburguesas: “tamaño mega doble, amigo”. En el papel estaban escritos y muy bien comprimidos todos los apuntes de lo que va del curso. Por su parte, en la hoja de examen, la respuesta número dos contundente y precisa lucía radiante: “La verdad se construye siendo honesto, congruente y diciéndola siempre aún en perjuicio del que la expresa”.
Una vez desarmado de la sarga el estudiante, con los resabios adquiridos durante tanto corraleo, le tiré un derrote certero. El parte médico lo paso a ustedes ahorrándome los detalles: Cornada en el escroto de tres trayectorias, el diestro tardará en sanar lo que resta del curso.
Desde luego, al final del examen el muchacho se acercó a pedir disculpas y a poner más pretextos que una hija soltera embarazada. “¡Profe, se lo juro, sólo lo vi para acordarme de una palabra!”. Un día escribiré dos catálogos de excusas. El primero, se referirá a las que largan los estudiantes y el otro, al que enumeran los toreros cuando los interpela el que los entrevista.
Al educando sorprendido con las manos en la masa le gustaría tener la labia de muchos toreros, por ejemplo: “Le he tragado al toro, pero la gente ni se ha enterado”. Este argumento es muy socorrido cuando se torea con la punta de la muleta, la pierna de salida se pone un paso atrás y ¡claro, así no se emociona nadie. Además, se puede complementar con una segunda explicación con más cinismo que la declaración de un político: “El toro no me ha dado la mínima opción, casi me he montado encima y la gente na’a”.
Una ocasión, en una pueblo perdido cuando el torerillo llegó a las trancas a dejar los avíos negándose a matar al marrajo descomunal que tenía enfrente, escuché que le decía a sus amigos uno de los argumentos más definitivos y conmovedores: “Yo, ni lo mató ni me le acerco, ¡en su mirada he visto cómo me coge y me zarandea!” A ver, quién le exige a un maletilla al que el futuro se le ha develado en los ojos de un toro, que haga caso omiso y vaya, y encaje el pecho en un pitón. Sería no tener conmiseración ni entrañas.
Sin embargo, la Academia de la tauromaquia le ha otorgado la estatuilla de los pretextos a un torero mexicano que argumentó que no podía torear porque veía doble, “The Oscar goes to… Silverio Pérez”, cuando en España vio la temporada que hacían Arruza y Manolete con encierros preciosos, mientras a él, su apoderado le había conseguido corridas para matar toros viejos y destartalados. Mejor, se regresó a México diciendo que estaba enfermo de la vista y que veía las imágenes duplicadas. Lo que dio pie a que, en una recepción, cuando el mesero ofreció el último bocadillo, Cantinflas le dijera al diestro: “Compadre, yo tomó este y usted que ve doble, cómase el otro”.
Además, nunca se sabrá la verdad en la controversia generada cuando el mismo espada no pudo o no quiso debutar en Madrid, porque se cortó la mano y un médico lo declaró incapacitado por un tiempo para torear. No faltó crítico que dijera que se había lastimado a propósito.
Sobran los motivos para excusarse por haber hecho o dejado de hacer algo, sólo hace falta imaginación. Por cierto, se llama “acordeón” porque el papel, para que el profesor no lo vea, es doblado como el fuelle de ese instrumento musical. Por eso, en los exámenes nunca desparramo la vista y me toco con el menor movimiento. Estoy muy toreado por el derecho y por el izquierdo.