El otro día, alguien subió a las redes sociales el video de la última faena del maestro Luis Francisco Esplá en la plaza de Las Ventas. A él, con toda ley, como decimos en México para dejar en claro el tamaño enorme de nuestro respeto, cada vez que lo nombro antepongo lo de maestro y además, lo hago con reverencia. Es que en otros casos hay que aguantarse la risa al momento de utilizar el epíteto. Era la tarde del cinco de junio del año 2009, la de su despedida de la afición madrileña. El toro es un tío colorado con una romana de portaviones gringo, una cuna tremenda y dos pitacos como para adornar cantinas. Se llamó “Beato”, era de la ganadería de don Victoriano del Río y pesó seiscientos veinte kilos, lo sé ahora, gracias a que busqué las crónicas de la corrida y las leí, y no porque sea yo un taurinazo de los que se saben hasta el número de veces que el bovino sacudió el rabo. Por ello, también sé que el maestro Esplá lo banderilleó –en ese tiempo tenía cincuenta y dos años de edad- dicen que dejando dos pares deslumbrantes de poder a poder.
El video sólo contiene la faena de muleta que es portentosa, sabia, muy elegante y dominadora, de esas obras que sólo los grandes pueden lograr con pasmosa serenidad ante el peligro. Aquella tarde, lo que hubo en la arrobadora conjunción fue oficio y talento del matador, y verdad pura contenida en un toro que de echarle el guante al maestro, nos lo hubiera dejado para recogerlo de la arena con inventario.
Esta es la grandeza del toreo, pensaba el que esto escribe al admirar cada muletazo en el que el diestro, vestido de grana y oro, cargaba la suerte y ligaba las series por los dos lados. Por cierto, los naturales de adusta solera se elevaban en espirales al infinito. Un gran toro que tuvo la fortuna de caer en las manos de un gran torero por lo que fue arrastrado sin las orejas.
Recorriendo hacia abajo la pantalla de la computadora, cosas de las redes sociales, venían unas fotos de Pablo Hermoso de Mendoza tomadas durante su actuación en la feria de Texcoco que termina el sábado. En automático, de lo sublime aterrice dando formidables tumbos en los campos de la indignación. Gancho al hígado y patada en los huevos simultáneos, el torete de don Fernando de la Mora, además de paliabierto, aparece con los cuernos serruchados casi a la mitad. Por lo tanto, el animalito sólo se puede defender dando topetazos. Si el video muestra la grandeza de la fiesta, las tres fotos del torito nos enseñan toda su estupenda miseria.
Lo que asombra es que el público disfrute cosas como esas. Los he visto aplaudir emocionados. Es cierto que hay plazas de primera y de segunda, pero también es real que entre estas últimas, hay categorías impuestas por los aficionados. Es que en casi todo México a los integrantes del rebaño les falta la conciencia de que merecen mucho más que esos galopes en derredor de una sardinita arreglada y en total desventaja. La gente no tiene interés en tomar una decisión propia respecto a lo que es verdadero o falso, deseable o indeseable, aceptable o inaceptable, porque para ello hace falta conocimiento y un par de cojones que hagan valer lo que se sabe. Es un cólico biliar la apatía de mis compatriotas, la estulta pachorra con la que aceptan que les vean la cara. Es más, pagan mucho y asisten muy contentos a que se las den con queso. Se meten solos a la ratonera, ya se sabe, ninguna trampa funciona sin la cooperación del ratón y adentro jalean jubilosos. Por cierto, hoy están contentos, en Puebla ponen la ratonera.