¿A qué horas se nos enseñó a mirar el pasado “hacia atrás”?
Cuesta trabajo desprenderse del enorme cúmulo de referencias visuales, espacio temporales que hay en nuestras vidas. Es prácticamente imposible deshacernos de imágenes que tienen que ver con nuestras percepciones sensoriales, cuando intentamos hacer un viaje al interior de cada uno. Incluso, en este mismo párrafo ya he empleado la palabra “interior”, asumiendo que tenemos un dentro y un fuera en nuestros pensamientos.
No hay remedio, la realidad que supone la condición humana, es tal, que no hay un lenguaje que pueda abarcarla en su totalidad. Esto, para mí, implica al mismo tiempo una riqueza insondable pero, como tal, como riqueza, despierta la codicia de cuantos intentamos reducirla a fórmulas simples que redundan, al mismo tiempo, en estrategias para adueñarnos de ella y poder manejarla.
La historia del ser humano es una trama indefinida de intentos por encontrar fórmulas eficaces relacionadas con conceptos como grandeza, pequeñez, etcétera, y, a lo largo de ella se han entronizado pensamientos que ubican el sentido de la vida en el alcance de posesiones. Baste mirar el desarrollo que han vivido las naciones para consolidarse como tales; miremos las incontables muertes que gritan desde la tierra en la que se han asentado sistemas económicos, religiosos, políticos, que alardean de su poder según el tamaño de los espacios conquistados.
Me pregunto si esto tiene qué ver con haber reducido la vida humana a medidas que tienen relación con nuestras percepciones sensoriales: ¿qué es una nación pequeña? ¿Por qué se considera negativo lo negro?
De hecho, la pregunta que me planteo al inicio de esta reflexión, me ha acompañado mucho tiempo; hemos aprendido que mirar el pasado es “mirar hacia atrás”, ¿hacia atrás? Varios pensadores han desechado la idea de que el transcurrir del tiempo es un proceso lineal entre un antes y un después que se puede, incluso, consideran absurdo dibujar gráficos a los que llaman “línea del tiempo”.
No obstante, hay pensadores de muchas disciplinas que, para hacer hincapié en ciertos valores, dibujan pirámides y, los consejos que con frecuencia se escuchan para superar una crisis, hablan de “mirar hacia adelante”.
Y no digamos la fuerza que han tenido las cantidades: cuanto mayor sea el número de lectores de una publicación, cuantas más voces se levantan en una opinión común, los contenidos se convierten en verdades.
Y, probablemente me equivoque, pero no creo que la historia, ni la personal, ni la de la humanidad, es una línea, ni los valores se ubican en columnas y pirámides. Ni lo que tiene más cantidades es siempre lo mejor. Creo, además, que hablar del dentro y del fuera de la persona nos limita para entender el propio sentido de trascendencia que no se reduce a saltar ninguna frontera ni ningún espacio.
No, no soy ingenuo, sé que las imágenes que se utilizan en la enseñanza, sirven para aclarar conceptos; sé que las estadísticas convertidas en gráficos visuales han permitido el desarrollo de descubrimientos científicos en beneficio de los humanos; el punto es que somos tan soberbios que hemos renunciado al misterio: en algún momento nos adueñamos de la tierra y hemos dibujado lo que consideramos mejor a partir de parámetros espacio temporales e imágenes que olvidan lo inefable, lo que carece de referencias visuales; hemos confundido el instrumento, con sus frutos.
Es verdad, por ejemplo, que la música se escucha, una vez que se ha escrito y se ejecuta, pero la realidad que se desprende de esta actividad trasciende lo sensorial; por ello y paradójicamente, el arte, cuyo ámbito es el de los sentidos, apunta a otras dimensiones del ser humano y, sin embargo, esas dimensiones intangibles resultan nimias e inoperantes cuando se enarbola el progreso en los alcances que pueden ser vistos, tocados, medidos.
La renuncia al poseer, la apuesta por el silencio, espera paciente a ser valorada, mientras el ser humano sigue creando imágenes “tangibles” que le permitan poseer la tierra.
Hasta la próxima.