No soy lingüista, ni me precio de serlo. Por eso, en estas líneas soy consciente que me “meteré en honduras” y, probablemente, me arrepienta. Tampoco soy un aprehensivo (atinado y obsesivo) corrector, como mi hermano Pedro, pero creo en lo que Alex Grijelmo (quien sí es un especialista de nuestra lengua) dice acerca de las palabras: “arraigan en la inteligencia y crecen con ella, pero traen antes la semilla de una herencia cultural que trasciende al individuo”.
Cuando leo esa frase, una y otra vez, entro en un serio conflicto. “Cada día le tengo menos respeto a la Real Academia de la Lengua Española que limpia, fija y da esplendor, según reza la leyenda de su emblema”, dice Josemaría Camacho, y entiendo su posición, toda vez que, como dice su padre, Pedro, aquella se ha convertido en una oficialía de partes que se concreta a dar fe de cómo el mundo de habla hispana va tejiendo, mientras habla, la ruina de su idioma.
El primer conflicto al que entro es sobre las funciones de la RALE: Entiendo que limpia y fija, indican que pretende evitar la promiscuidad en la que se insertan y revuelven palabras advenedizas como “selfi”, “güifi”, “croasá” y que; sin embargo, la Real Academia incluye en su diccionario, porque “los hablantes las usan”.
Reitero, no soy lingüista y, sin embargo, en el ir y venir en la docencia y en la convivencia con distintas generaciones, he ido desvelando, o tratando de desvelar, al menos, tres maneras en las que los humanos nos expresamos: el idioma, el lenguaje, y el código.
Sin acudir a diccionarios especializados, percibo en el siguiente ejemplo la distinción entre dichas maneras: imagino a un japonés, que no habla el español, escuchando uno de nuestros chistes “colorados”.
Obviamente no lo entenderá porque no habla nuestro idioma, y aun si alguien se lo tradujera, es muy probable que no le causara gracia porque es ajeno a nuestros lenguajes y a nuestros códigos.
El idioma supone una serie de normas gramaticales y ortográficas que se consignan en diversos documentos académicos, en tanto, el lenguaje rebasa la expresión hablada: la fuerza de nuestra mirada, el movimiento de nuestras manos, constituyen el lenguaje que complementa el idioma en el que nos expresamos.
La idea no es mía: Ortega y Gasset aseguraba que por más que uno hable perfectamente el francés, el francoparlante nato, ha adquirido, incluso, “una particular forma en sus labios” que le confiere una auténtica posesión de su lengua. El rostro, podría decir, de un idioma, es el lenguaje que lo acompaña.
Ahora bien, el código es una construcción sintética que es comprendida por un sector determinado. Y el código no solamente pertenece al ser humano: es posible ver, no sin maravillarnos, los códigos con los que se comunica, por ejemplo, una manada de alces, para indicar el peligro de la cercanía del depredador; ya no digamos los códigos que tienen los cetáceos, o, incluso, los gatos y los perros.
Ahora me detengo un poco. Entre los seres humanos, el idioma lo podemos convertir en códigos, pero no al revés. Los ingeniosos y cautivadores “emoticones” que inundan las redes sociales, son el genial producto codificado de expresiones. Codifican idioma y lenguaje. Y aquí es donde me asalta la pregunta de la semilla que se está sembrando en nuestra actual cultura cibernética: no son pocos los estudios que revelan que quienes acostumbran expresarse a través de estos códigos, son incapaces de articular en palabras sus emociones y, menos aún, sostener un diálogo personal.
El exceso de codificaciones va poco a poco carcomiendo el idioma y el lenguaje. Las palabras que componen el vocabulario de muchos jóvenes —y de otros no tan jóvenes—, son cada vez más escasas: se extraen de su contexto, se repiten y no se entienden.
Escuchar que alguien dice: “… o sea, literal, me estaba muriendo de frío”. Me produce escalofríos. Usar la palabra “literal”, para dar acento a una verdad, llevará algún día a nuestra “oficialía de partes” a dar por sentada la acepción de que literal significa “verdaderamente”. Artificialmente, un código se convertirá en esa semilla mutiladora de nuestra cultura.
Y como ese, son muchos los ejemplos que este espacio no permite exponer y que generan en mí la angustia del paulatino mutismo del lenguaje en que el uso de las nuevas tecnologías y la escasez de buenas lecturas nos va sumiendo.
Hasta la próxima.