No tengo idea del momento en que comencé a tener prisa. Tampoco sé a ciencia cierta cuándo empezó a preocuparme el tiempo. Pero me arrepiento de que eso sucediera.

De buenas a primeras, como dicen los clásicos, si echo una mirada atrás, el peor de los verdugos, el que me persigue con la guadaña en la mano, es el tiempo. Pero lo que desconcierta es que se trata de una construcción que hemos hecho los que nos llamamos occidentales y, peor aún: que el lugar preponderante que tiene el tiempo en nuestras vidas, es gracias a los valores instaurados por una mirada mercantilista en donde todo mundo está preocupado por llegar y hacer “a tiempo”.

Todo mundo tiene prisa —decía algún amigo, cuando miraba los caudales humanos que cruzan las avenidas de las grandes urbes—, todo mundo, decía con mexicanísimo sarcasmo, tiene prisa de que se lo lleve la chingada. 

El punto es que nadie se cuestiona el dogma de la puntualidad, a la que se venera de mil maneras. No me refiero a llegar a tiempo a una cita —que puede ser un signo de respeto y consideración—. No. Me refiero a los plazos en los que nos enfrascamos desde que determinamos si estamos a tiempo o no, de enamorarnos, comenzar a estudiar tal o cual disciplina, salir de vacaciones, regresar, entregar, etcétera.

Los planes y los programas de estudio se diseñan a partir de una rigurosa economía temática y de tiempos límite. Atrás, muy atrás quedó la búsqueda desinteresada del conocimiento en la que no había plazos de exámenes porque no era necesario obtener certificados más allá de los que daba la certeza personal. 

Dicen los que saben, entre ellos, don Antonio Caso —una de las glorias olvidadas de nuestra filosofía—, que el tiempo y el conocimiento eran los grandes aliados de la Grecia Antigua; que fue el pensamiento hebreo y la idea de una historia lineal con un principio y un fin, lo que los divorció e instauró la angustia de “terminar”. 

Tan cierta es esta apreciación que, al paso de los siglos, el pensamiento y el arte nacido en aquellas edades, no pierde vigencia. No había que estar a la moda, había que pensar, que crear. ¿Cuánto tardó en ser escrita La Ilíada? ¿Quién tocaba la campana para suspender las enseñanzas de los peripatéticos? 

Aún hoy, son los artistas de cualquier género, los verdaderos artistas, los que bailan con el tiempo, se deleitan en él, lo detienen, fluyen en su corriente; mientras los creadores del progreso mantienen una encarnizada lucha para no perder tiempo, para medir eficiencia y para acercarse y alcanzar la “meta”. 

Por otra parte, resulta un buen vestido para la gente “importante”, decir que no tiene tiempo: da la impresión de que tratamos con gente de gran trascendencia y determinante en los destinos y la historia de sus mundos. 

El caso es que esa gente que no tiene tiempo, algún día se va del planeta, y al planeta no le pasa absolutamente nada. Mientras tanto, está llena de “pendientes que debe cumplir a tiempo”, hasta que el tiempo se le acaba  y cede a otros la preocupación de pagar a tiempo los funerales y de que  la misa de cuerpo presente se haga a tiempo, cumplidas las rigurosas 24 horas de velorio que marcan los cánones, sin que falten los 9 días de responsorios para que el alma llegue a tiempo al cielo, donde, lo más probable, es que el tiempo no exista. 

Y paradójicamente a esta desenfrenada carrera contra el tiempo, los tiempos que determinaban las edades de los hombres y sus respectivos perfiles, poco a poco se van desmoronando para dejarnos adolescentes de 40 años que, no es que desdeñen el tiempo, como los antiguos griegos en la contemplación y la creación, sino que lo tiran a la basura porque se comen el de sus padres creyendo ser eternamente niños.

Sí, el tiempo es lo que nos determina como gente de progreso. Rápido nos comunicamos. Rápido nos graduamos, nos capacitamos… prolongamos los tiempos de vida, corremos como el conejo de Alicia, que siempre llegaba tarde… —maravillosa síntesis de nuestra adultez dibujada por Carrol—, sin saber si ciertamente estamos viviendo…

Hasta la próxima