Les pasará a ustedes también. Supongo, que a veces se preguntarán si ha valido la pena haber visto tantas corridas, escuchado a viejos aficionados, leído a los grandes teóricos del toreo, y con todo ello, haber hecho trizas la noble ingenuidad que les permitía disfrutar de una tarde de toros sin tanta exigencia y con una emoción casi infantil.
El que escribe este artículo sí se lo pregunta con frecuencia, máxime los miércoles cuando empieza a redactar el texto que ha de publicar el viernes. La duda es brutal y punzante: ¿Por qué no puedo ver las corridas con los ojos de mis colegas fariseos? Para el que firma, los temas a elegir, por lo general, van de un petardo mayor a otro más grande. Sólo cambia el cartel, el argumento casi siempre es el mismo. En cuanto me dispongo a darle a la tecla, los rostros de mis lectores implícitos -es decir, aquellos en los que uno piensa cuando está escribiendo- empiezan a aparecer, uno tras otro, inquisitivos, con el ceño fruncido, reprochadores: “¡Cómo te has amargado, José Antonio!”. Enseguida, personificada en mujer, también aparece la tauromaquia mexicana contemporánea. Tiene el rostro bello y sereno que deja la madurez en las hembras guapas y con la expresión de seguridad que tienen ellas cuando llevan las riendas del asunto, o sea, siempre, me suelta: “…no eres tú, mi amor, soy yo”. Y le creo.
Así, que aquí me tienen. El domingo, en la Plaza México, lo que menos hubo fue respeto para el toro y menos, para los espectadores. Don Fernando de la Mora se pasó de la raya y mandó un encierro de erales, todos protestados de salida. Sólo se lidiaron cuatro de esa casa, porque, como ustedes saben, uno de Xajay parchó el encierro y el sexto fue cambiado por el de Montecristo. Lidiados en quinto y sexto, estos fueron toros-toros, por lo tanto, muy interesantes y con las complicaciones propias de la edad, por lo que la torería pasó las de Caín y lo que le sigue.
Sin embargo, los matadores no tuvieron el menor empacho en torear los cuatro párvulos. Una sinvergüenzada de gran calado. Que no nos cuenten que ellos no sabían lo que les iban a echar, porque los espadas siempre lo saben, para eso tienen a sus apoderados y veedores.
Sin dos gramos de vergüenza, Juan Pablo Sánchez se atrevió a declarar en una entrevista telefónica para el periódico Esto, lo vi en la página de la Unión Nacional de Criadores de Toros de Lidia, que a él sí le gustó el encierro –cómo no, me digo yo, ¿a quién no le gustan los turrones?- además dijo, que le había parecido interesante, y cerró sus afirmaciones recogiendo trapo a la cintura: “…pude torear como me gusta, o sea, con gran lentitud. Al primero lo tuve que llevar con pinzas y porque faltaba esa chispa para triunfar y el otro me encantó. No tengo duda de que cumplieron en todos sentidos”. La declaración de Juan Pablo Sánchez es decadente en lo absoluto. Fíjense, nos está diciendo que le gustan los toros inválidos, suavotes, mansos, sin edad ni leña en la cabeza. Si eso afirma el héroe, ¡estamos arreglados!.
Por su parte, Arturo Saldivar procuro guardar silencio y no comprometer su dignidad torera. En cuanto a Ginés Marín no tuvo ni ápice de respeto ni para el toro ni para la afición. Lo que hizo con el de Montecristo fue una ofensa para la sensibilidad de los aficionados. A ver si en Madrid va y pega “chorrocientos” descabellos con la frescura de una lechuga en la madrugada.
Ustedes han de perdonar, mi gusto por el toreo es anticuado y no renunció a mis ideales. Las corridas que yo veo son diferentes a las que ven algunos juntaletras que publican sobre el tema. La fuente en donde abrevo es de esas a las que llegan a beber los bravos de la teoría, es decir, los grandes y magníficos escritores. Por ejemplo, para el festejo dominical me inspiran las palabras lapidarias de Antonio Lorca publicadas algún día en El País: “… si no hay respeto para el toro, difícil es que lo haya para la tauromaquia”, punto, no hay vuelta de hoja. Asimismo, las de Alfonso Navalón en una entrevista para Opinión y toros: “Lamentablemente, los grandes enemigos de la fiesta están dentro de la misma; ahí tienes las pruebas; […] Han sido, los propios taurinos los que se han cargado la fiesta más bella del mundo”. También, me valgo de Joaquín Vidal en el libro Crónicas taurinas que recopila sus artículos: “Soltaron unos especímenes putrescentes y la gente comentaba que parecían cabras. La verdad es que se daban un aire. Es de esperar que las cabras no se enojen con la comparación. O, por mejor decir, hablando con propiedad: que no se cabreen”. ¡Afirmaciones dramáticas, categóricas y precisas!. Lástima que a algunos diestros contemporáneos o no las entienden, o el futuro de la fiesta les vale gorro.
Hasta aquí, no seguiré desparramando amargura. Sólo les digo que a mí, el encierro de caprinos jovencitos de don Fernando de la Mora y la actitud de Ginés Marín con el sexto, hicieron que me avergonzara de mi cruel y sanguinaria afición. Es una pena, son cosas que al recordarlas me hacen agachar la mirada.