No voy, se los juro. Ya con la del viernes pasado tuve para rato. Los festejos taurinos en El Relicario deberían enarbolar una frase publicitaria de esta ralea: “Corridas de Feria. ¡La más baja calidad, a los precios más altos del mercado!.” Es que cobran las entradas como si anunciaran Miuras en Pamplona. A mí, me asombra el modo en que la simpleza y la dejadez campan por los tendidos de las plazas de toros mexicanas, pero en la ciudad angélica, los asistentes exageran. No sé por qué concurren, y con tanto gusto, a que les vean la oreja. Pagan un boleto carísimo por una pantomima. Desembolsan mucho dinero por ver una corrida tercermundista.
Asistir a los toros en Puebla es una experiencia pantagruélica y obliga a asumir una estolidez de libro. Primero, llegar a la plaza. Del fuerte de Loreto –a un kilómetro del coso- conduje a vuelta de rueda una hora con veinte minutos en un tráfico del carajo. Es que los residentes de la colonia Lomas de Loreto, cansados de que los asistentes a la feria atasquen sus calles y obstaculicen sus cocheras, han cerrado con malla ciclónica las bocacalles. Ya se sabe, aquí, nadie respeta nada y menos, el libre tránsito constitucional, Alicia en el país de por mi horquilla. Además, los agentes de vialidad parece que tienen la consigna de taponar el flujo vehicular. Sumen ustedes a lo anterior, que no hay estacionamientos suficientes, una verdadera pesadilla.
Llegué tarde, sin embargo, estuve en mi asiento poco antes del paseíllo, porque –obvio- alguno de los matadores también arribó con retraso. Por fin, sentado en la grada, me dispuse a disfrutar la corrida. El hígado se me hizo paté en cuanto llame al vendedor de cervezas. Ochenta mortadelos una fría, que si lo sumamos a lo que cuesta una entrada, cuatrocientos cuarenta morlacos en ¡sol general!, ya es un capitalito. Lo que más me revienta es que, año con año, con cara de imbécil caigo sin falta por lo menos a una.
La media docena de pazguatos encornados que se lidió fue de La Venta del Refugio. Parafraseando unos versos, permítanme, recito: “…no hay en el mundo nombre/ que a la verdad más se ciña/ lo del Relicario es rapiña/ y esa ganadería es refugio, pero de mansedumbre”. Que no les doren el cuento, la corrida no valió un cacahuate, salvo un par de banderillas superior de Carlos Martel, un torero de plata, pero que vale un diamante, todo lo demás fue vano, insulso, de a centavo. La oreja que le dio el juez a Jerónimo, tras pinchar y acto seguido, colocar un bajonazo infame, más bien, se la otorgó el público con una insistencia pesada. Así, nunca tendremos una plaza digna, pero, encima, ¿para qué la queremos? si con lo que dan, los pocos que asisten –menos de media entrada- están más que dichosos y aplaudiendo hasta al hombre que arrea al tiro de mulitas.
Castella y Joselito Adame nos la aplicaron con el rigor de Brad Pitt y George Clooney en La gran estafa. Eso sí, con la solemnidad y actitudes de quien está enfrentando “adolfos” cinqueños en Ceret.
En todos lados se cuecen habas y en muchas plazas del mundo a los espectadores les ven la cara de tontos, pero nosotros los poblanos nos llevamos el “Villamelón de Oro” que otorga la academia del espectador chafa. Para hoy, viernes, está anunciada una media docena de toros con estampa de novillos, los pitones romos –serruchín, serruchón- de Villa Carmela, que harán las delicias de los seguidores de Enrique Ponce y que a mí, me castigan mucho la vesícula.
Como ven, hay días que me desayuno con ganas de sumar a Puebla a lo de Sodoma y Gomorra. Mi negatividad al redactar, ha hecho añicos todos los esfuerzos de mi risoterapeuta por convertirme en un ser positivo. Pero en este país, ser escritor de toros comprometido con la verdad y, además, positivo, es de lo más antagónico, aunque a mi favor está lo de que escribir es una terapia y un desahogo. Se los aseguro, la primera de feria fue un soberano desastre y la segunda, lo será, no obstante corten veinte orejas que cuando éste texto sea publicado, ustedes ya sabrán el número exacto. Indudable, Ponce, El Juli, Castella y Padilla, son unos torerazos, es cierto… pero, también, son unos tramposos. Si a México sólo vienen a llevarnos al baile, a Puebla llegan a ponernos a zapatear jarabe, uno tras otro. Lo peor es que bailamos con unos bríos que nos hinchan los pies de ampollas.