El obradorismo es heredero del cardenismo de finales de los años cuarenta y, luego entonces, de una corriente de la revolución mexicana pero no, en este caso, de la más radical y representada por las tendencias más populares de la revolución mexicana: el zapatismo y villismo.
El mismo López Obrador ha querido que se le identifique en el imaginario social con la figura de Juárez y la del general Cárdenas, aunque en menor medida con respecto a este último porque su hijo es el receptáculo más directo.
Aunque en términos políticos lo es en cierta medida porque nadie como él, aquí si es necesario reconocerle la perseverancia que ha tenido durante años para llegar a la Presidencia. Es un caso casi de obsesión difícil de encontrar en líderes de oposición incluido Cuauhtémoc, hijo del General.
El obradorismo viene del cardenismo así como de un acoplamiento de este nacionalismo cardenista con el juarismo de la segunda mitad del siglo XIX. Aunque opositores a las fuerzas externas, es la imagen del hombre humilde que llega a ser presidente, como mensaje político a las masas.
El obradorismo (esa mezcla juarismo y cardenismo), ha tomado como bandera en el siglo XXI el tema de la corrupción, que es el epicentro propagandístico de su campaña política que le acercó al poder. Es también el eje de lo que ha llamado a impulsar una especie de Cuarta Transformación.
El obradorismo en términos sociales ha logrado rescatar a un movimiento social que, desde la segunda mitad del siglo pasado, intentó desplazar al PRI del poder. Ferrocarrileros, maestros, médicos, estudiantes y grupos afines a la guerrilla, fueron uno a uno sembrando la simiente de lo que hoy se plasmó en el espíritu que voto por AMLO.
Ahora bien, la llegada del obradorismo al poder debe entenderse en los términos en que la cultura occidental, de la que somos herederos, se ha representado el poder: como un lugar al interior de una estructura de poder, en la que ese poder se comparte con otros poderes (Congreso y Poder Judicial).
Asimismo, en ese simbolismo a la mexicana, se representa al poder, en cierta medida, simbólicamente por un lugar al que se incorpora físicamente el Presidente, en el caso mexicano: “Los Pinos”, como residencia oficial de ese poder.
Lo anterior, por más que, ahora AMLO mismo quiera convertir al tradicional lugar de residencia del poder presidencial mexicano en un lugar anexo al Bosque de Chapultepec. Que me parece abona a la imagen de un hombre austero pero insuficiente para de construir el esquema de poder occidental.
El poder es una especie de panóptico foucaultiano. Existe como una figura que vigila a todos y en el que todos se sienten vigilados. Los que buscan el poder ajustan poco a poco sus esquemas políticos a ciertas creencias, valores, esquemas, normas, que el panóptico impone, para poder alcanzar ocupar una rendija dejada vacía.
Las diversas capas de la población también reaccionan al espíritu del panóptico, que circula como la sangre por las venas que integran el organismo: reproducen los ideales de estabilidad del poder, no quieren pleitos, guerras, sacrificios, confrontaciones violentas, ni cosas que puedan poner en riesgo su supervivencia.
Pero como donde hay poder existe resistencia, inevitablemente se hartan y viven sus experiencias y son capaces de optar por las opciones que ellos mismos construyen en su vida cotidiana, poco a poco, como ocurrió el primero de julio.
Bajo determinadas circunstancias, cuando ciertas capas de la población son expulsados hasta los escalones más bajos de la sociedad, hacia los niveles extremos en donde sus condiciones de vida ya no pueden ser aseguradas, son capaces de arriesgar su vida y sacrificarse, porque donde hay poder existe resistencia… así sin adjetivos.
El espíritu de la globalización es un anti-espíritu, visto desde la perspectiva del poder, porque representa el triunfo de las fuerzas del mercado, el individualismo, la lucha feroz por la ganancia, sin importar los medios para lograrlo: es la fuente de la corrupción incrustada en las altas esferas de la sociedad de la época actual, se sedimenta en los ideales del librecambio.
En Europa a finales del siglo pasado las élites le abrieron las puertas a las corrientes socialistas y comunistas para que gobernaran, sabedoras de que lidiarían con las políticas neoliberales que previamente habían impuesto. Los colocaron para que les administraran las crisis e impidieran profundas crisis sociales.
Las fuerzas que representaban al espectro de la llamada izquierda europea vinculadas al socialismo y el comunismo, casi ya no existen: el liberalismo las sepultó. Las nuevas corrientes que desafían la “normalidad” en el Viejo Continente están representadas por fuerzas emergentes de nuevo cuño, de tipo ciudadano.
La experiencia de otras fuerzas políticas en América Latina, que han desafiado al libre mercado y que le han arrebatado resquicios de poder en algunos países como Bolivia, Venezuela, Brasil, Ecuador, entre otros, han dejado una lección en primera instancia: creer que al llegar al poder pueden coexistir con el liberalismo alejándose de la población.
Lula, en Brasil, ahora es preso político y la fuerza social y electoral de la población carece de la sustancia suficiente como para regresarle la libertad. De poco sirvieron los gobiernos del PT brasileño porque no creó una fuerza social que lo respaldara a largo plazo. Se olvidaron que el poder circula y no es, como comúnmente se cree, un lugar dentro de una estructura.
La aplicación de las políticas neoliberales los alejó a la población, como se mostró durante la Copa del Mundo de futbol, celebrada en Brasil hace cuatro años, con masivas protestas sociales. Las ejemplares políticas contra el hambre, muy difundidas en el mundo, de nada sirvieron.
El obradorismo no lo puede olvidar, si el control del gobierno no sirve para construir palancas que permitan redistribuir adecuadamente la riqueza social, la lucha contra la corrupción puede quedar como una anécdota de la historia.