Disparó la pregunta a bocajarro: “En los tiempos que corren, ¿quién es tu torero predilecto?”. Estábamos comiendo en su rancho y sé muy bien, que el torero predilecto de mi anfitrión y pariente es El Juli, además, son amigos cercanos. Contesté un nombre y después de pensarlo bien, dije: Paco Ureña, mi torero predilecto es Paco Ureña. Me interpeló con guasa: “Me refiero a los de la primera línea”.

Es que para mí, sólo hay una primera línea de verdad y son unos cuantos toreros los que están inscritos. Ellos no tienen los triunfos seriados, ni cortan tantas orejas que podrían montar una taquería. Tampoco, son los pilares de las ferias, ni pelean los primeros lugares del escalafón, a cambio, son espadas que tienen una solera y un buqué que se paladea por años y no se olvida nunca.

Ver a Paco Ureña jugarse la vida con la dignidad de un César y quedar vacío, después de haber pegado verónicas y la media que sella la serie, y sus tandas de derechazos y naturales tan largos, hondos y armoniosos, con sus respectivo remate de pecho enredándose el toro a la cintura, por ejemplo, un Victorino en Sevilla, es tan conmovedor que uno como testigo, de igual forma, está agotado de tanta emoción sentida en veinte minutos. Hay otros que también me gustan y que no son de la primera línea convencional. Ahí está, Currito Díaz que cuando vence el miedo, pega sus verónicas y sus naturales sublimes. Y David Mora que ejecuta con tanto sentimiento, sobre todo, por naturales altivos y ceñidos. Es que son sabores inolvidables que estremecen.

El recuerdo de aquella conversación con mi pariente ha venido a la memoria porque a Paco Ureña, en Albacete, un toro de Alcurrucen le ha pegado un pitonazo en el ojo izquierdo. Con la punta le ha alcanzado el globo ocular dejando al diestro con la visión borrosa y un tremendo edema. Dicen que fue en una verónica de manos bajas y muy templada en la que el toro tiró el pavoroso tornillazo alcanzando de lleno el párpado que se cerró totalmente. En las fotos, más que la cara de un torero, parece la de un púgil, como si Mohamed Alí le hubiera asestado un “uppercut”.

Entonces, fue que vino la gesta del torero murciano. Con un hilo de sangre corriendo mejilla abajo, las manos en las tablas y el dolor manifestándose en el rostro, el matador informó categórico a su apoderado, que a pesar de las recomendaciones de los médicos que opinaban había que operarlo de emergencia, lidiaría la catedral de seiscientos veintidós kilos que minutos antes le había propinado el espeluznante cate.

Dicen que el diestro se desprendió de las tablas y fue en busca del toro, le bordó la faena y a mitad de la misma, pidió que le limpiaran la sangre. Luego, falló con la espada, pero las cátedras magistrales habían sido dictadas. La primera habló del pundonor a ultranza. La segunda de la torería sin límites y la tercera, la dedicó a la grandeza del toreo, madre que reconoció a un hijo más que le daba todo. Al momento de escribir este artículo, leo con tristeza que los médicos afirman que no va a recuperar la visión de ese ojo. Ojalá, la vida lo bese en la boca y los oculistas se equivoquen.

Pero, no, no es sólo por sus actos de heroísmo que soy devoto de Francisco Ureña, los primeros lugares del escalafón también acometen hazañas, es que verlo encajado y enfrontilado, respetando los cánones y vaciando primores de su muleta, besado por las musas, a la vez que uno intuye que en los adentros, su miedo y su valor están librando una cruel batalla, verlo así, es mágico y uno acepta que lo que escriben los cronistas taurinos sea tan hiperbólico, que las frases hechas como “torea como los propios ángeles”, “su muleta recamada de piedras preciosas” o “torero de otra galaxia”, no son exageraciones, al contrario, se comprenden y se admiten con gusto, es que ¿con qué palabras se pueden expresar cosas tan bellas, luminosas, heroicas y profundas?.