Después de recoger el nido que había caído del pino, Don Panchito me miró con un dejo de extrañeza.
—No creí que te hubiese interesado levantarlo del suelo.
—Es que sentí muy feo porque tenía un huevito dentro, repuse.
—Con razón el gorrioncillo andaba dando vueltas y vueltas.
—Ora a ver si lo ve, porque no lo pude subir más alto.
—Pus ni modo, chamaco, porque cada quien vive lo que tiene que vivir, y esta situación tú la estás viendo como una desgracia para los papás del polluelo pero, para ellos, nomás es algo inesperado que los sacará de onda por un ratito, luego seguirán volando, cantando y harán otro nido.
Esta escena se me quedó muy grabada. Han pasado muchos, muchos años, desde que aquello sucedió.
Ahora yo tengo la edad de Don Panchito y veo el atardecer como aquel nido caído y yo me siento como aquel gorrioncillo; mirando a mi alrededor a ver si alguien levanta el sol que se me cayó al atardecer. Pero por más que revoloteo alrededor siento que a nadie le interesa mi pérdida. Regreso el tiempo, y me pregunto si aquel gorrión habría sentido lo que yo siento en algunos atardeceres, ese vacío, esa confusión y desaliento.
Creo que no soy el único que vive esta sensación, porque los pinos, curiosamente, se mecen de forma diferente por las tardes. Se mueven lentamente, como haciendo respetuosas caravanas al sol que se despide detrás del volcán.
Hacen una especie de cortejo respetuoso, bañados con un reflejo dorado y los pájaros regresan a sus nidos como buscando refugio, como si ignoraran si mañana volverán a ver al sol.
Cuántas veces me habré comportado como aquel gorrioncillo o, quizá, por qué no, como el nido o el huevecillo. ¿Habría alguna vida en aquel huevito? No lo sé, ni lo sabré jamás. Ahora, solo sé que el sol hará lo mismo que ayer, regresará pero, y ¿si no regresa? Sería una noche eterna, oscura y siniestra, sin vida. Algo me dice, dentro de mí que, Don Panchito hubiera querido decirme algo más acerca de la vida y de los inesperados que en ella existen, pero no me queda más que especular…y recordar.