Mea culpa, pero cuánto mal he hecho. ¡Qué infamia la mía! ¿Cómo he podido imaginar siquiera que este pobre hombre tuvo algo que ver con el cambio de los toros? No me abandona la sombra de saber que pertenezco a esa categoría de escritores ruines, que Enrique Ponce considera amos de la cizaña y además, injusta y falsa.

¡Qué ni los había visto!, afirmó categórico en una entrevista para televisión al término de la corrida, refiriéndose a los toros de Jaral de Peñas. Le creo. Por supuesto, él no los había visto, pero sus veedores sí. Que injusticia la mía, tal vez, a los “jarales” les faltaba trapío y nada como suplirlos con esos tremendos cornalones y fieros bernalditos. El juez de la plaza Nuevo Retroceso cambiando el encierro; Enrique Ponce y su administración aceptando sin reservas, todos juntos velando por los intereses del público de Guadalajara, nobles y leales acciones, y yo, junto con otros de la prensa, rezumando ignominia y maldad, tirándole a la yugular.

Las dudas asaltan al diestro valenciano, ¿qué hay en contra de los toros mexicanos? se pregunta condolido. ¡Dios mío, Dios mío, ayúdanos por piedad! ¿qué hay en contra de los toros mexicanos?. Si, según Enrique Ponce, nuestros bovinos de lidia son tan buenos para expresar el arte y tienen una cabecita, que más que torearlos dan ganas de comérselos a besos. ¿Por qué mí cizañoso cerebro no acepta esas indulgencias de la nobleza?  ¿Por qué mi desconfianza no me permite aceptar la bondad de bernalditos, teofilitos, macarroncitos, delgaditos y ferdinandos?, si ellos guardan en sus embestidas la estética más preciada.

También exclamó indignado el matador de Chiva: ¡Me da rabia que la gente lo crea!. La rabia, refiriéndose al enojo extremo, es un sentimiento horrible. Se los puedo decir yo, porque lo he sentido. La rabia me ha arrebatado zarandeándome implacable: Toreros españoles en el cartel, la ilusión de aficionado a tope, y cuando se abre la puerta de toriles, a la arena salta una sardinita insignificante o un embutido  bobo  e insulso. Entonces, la rabia entra en ebullición, uno aprieta el maxilar casi a punto de romper los empastes, colon irritable en crisis, la irritación de la tripa aumenta conforme el maestro ejecuta como si estuviera soñando y se mueve como si a su muleta acometiera un Miura de seiscientos kilos. En el clímax de la rabia, la boca espumea entre gritos de protesta al adoptar el coleta posturas de tal armonía, que se cree merecedor del premio Benois de la danza. 

Asusta el cinismo, la falta de decoro y la frescura del matador para juzgarnos espectadores de cuarta, a ver si lo que hace en la Plaza México se atrevería a hacerlo en Madrid. Nada más recuerden lo del toro castaño de Julio Delgado que saltó al ruedo sin siquiera estar reseñado. Esa tarde nos la dio con harto queso.

Aunque nos ha faltado el respeto el señor Ponce, por mi parte, lo podría pasar por alto si un día tuviera el ánimo de conciliar. Él, que es todo poderoso, tanto como para cambiar encierros -¡ups!, ¡se me salió!, créanme lo escribí sin mala intención- que pida que se organice una corrida en la Plaza México y que lo anuncien –fuera los cuentos del contraestilo- con cinqueños en puntas de Piedras Negras. Vería que no tenemos nada en contra del toro mexicano, al contrario, por primera vez comprobaría como lo veneramos.

El que alguien ser quiera pasar de listo incomoda mucho más por la falta de respeto, que por la engañifa en sí. Más allá de indignarme porque en su generalización me ha llamado sembrador de cizaña, injusto y mentiroso, las declaraciones de Enrique Ponce me han ofendido, porque con sus pretendidas aclaraciones, tengo la certeza de que el torero valenciano me considera estúpido.