No hay nada más bello que el toreo. El ruedo no será jamás un corral redondo, sino el escenario más glamoroso del mundo. Sobre la arena de una plaza de toros se crean los conjuntos de belleza más exquisita y emocionante que el ser humano puede realizar. En el sustento anacrónico y fugaz que es la lidia, los pocos héroes casi mitológicos que perviven, se visten de oro y exponen su vida al oficiar el último rito sangriento que le queda a Occidente. Pero hay ocasiones -tres o cuatro en la vida, no más- en los que el toreo nos brinda una belleza tan pura, honda y diamantina, que la emoción sentida se instala en las profundidades del corazón, entonces, mezclados con la dicha que genera la tremenda belleza, vienen una profunda melancolía y un agotamiento, porque, ante el peso de la exaltación que nos deja el tesoro que llevamos en la memoria, nos hemos quedado desfondados.
Al iniciar la faena de muleta al quinto de Rancho Seco, un espectador se metió con el diestro exigiendo el arte por el que había pagado. A la sazón, Antonio Ferrera le pidió con movimientos de mano que tuviera calma. El matador extremeño estaba reposado y sereno bordando muletazos de gran belleza, pero de uno en uno. Sabiendo que el toro iría cada vez a más, de pronto, el diestro dejó el ayudado en la arena y dio principio la obra descomunal. Los pases empezaron a enhilarse y el tópico taurino se hizo presente: todos los relojes se detuvieron al mismo instante y por un rato, pudimos vislumbrar la eternidad. Un gajo de luna suspendida en la negra comba celeste, era testigo plateando los tejados.
Levitaba Ferrera, embestía el toro con una voluntad mágica, la conjunción crecía con la belleza de una ola tras otra y por ello, de igual forma, levitábamos nosotros. Las series eran cortas en número, tres naturales o tres derechazos al natural –la falsa espada estaba en el suelo- y el remate con el de pecho empujaba las estrellas más arriba. Cada muletazo tenía una dimensión cósmica. Saturno, circunvalado por sus anillos y sus lunas, se nos hacía tatuaje en el alma.
Por si faltara, a nosotros que comentábamos los acontecimientos para la televisión y al camarógrafo que los filmaba, la vida empezó a besarnos en la boca: Ferrera llevó al toro frente al burladero de transmisiones y lo mejor de la faena se dio a unos pocos pasos de distancia. El torero acompañaba a embestida cimbrando la cintura, doblando la muñeca en caricias de terciopelo. La barrera marcaba los límites entre el territorio divino del semidios envuelto de fiera mítica y los terrenos ordinarios de los hombres. Era tan sublime el embeleso, que la banda de música, conmovida ante la belleza de la faena, se sumaba al silencio sideral que sólo era resquebrajado por los oles larguísimos, del tamaño de los pases que empezaban al frente y terminaban abajo, a la espalda del artista. La Giralda tlaxcalteca, muda y majestuosa, testificaba desde la altura lo que es capaz de hacer un hombre cuando, en trance, se emborracha de su propio arte. Antonio Ferrera levantaba la vista y la dirigía hacia donde estábamos los de la tele. En un instante comprendí que no nos veía, porque se encontraba muy lejos de ahí, se había extraviado en el universo de su interioridad torera, tanto, que al perderle la cara al toro, este se arrancó sin que el coleta reaccionara y lo echó al cielo. Volaba el cuerpo menudo del torero vestido de rosa y oro de un cuerno de la luna al otro.
Se levantó maltrecho y volvió a la obra. Mientras las lechuzas atravesaban la noche, el espada extremeño estaba inventando el toreo. La faena cumbre esperada por años y años estaba siendo construida. Nos llevaba hacia atrás en la historia, hasta la tarde en que treinta años antes Antonio Chenel Antoñete, en el mismo escenario, bordó el toreo cósmico.
Todos estábamos agotados. ¿Qué metáfora se usa para cerrar un texto que habla de algo tan hermoso? ¿La conjunción de Marte con Venus y Saturno? ¿Un chubasco de estrellas? ¿Una aurora boreal? ¿La estela de un cometa que raya la oscuridad? Nada se compara. En el Universo, el toreo es el culmen de todas las bellezas.