Soy muy afortunado. Vivo en un espacio en el que, aun, puedo gozar del pasto y de los árboles que parecen adivinar mis pensamientos.

Deambular al atardecer entre sus sombras me convierte en un chamaco preguntón. ¿Por qué parece que todos ellos, los árboles, miraran hacia arriba, qué ven, que buscan?, ¿Por qué se entierran en lo profundo y se comunican entre ellos en un lenguaje que desconozco?

¿Por qué me dan su sombra y el oxígeno que necesito para sobrevivir?, ¿Por qué le brindan hogar a otros animalitos que, ni siquiera son sus parientes?... no piden nada, solo dan.

A diferencia de nosotros, los humanos, los inteligentes amos y señores de la naturaleza, que hemos destruido todo, hasta a nosotros mismos.

Quizá, si en lugar de habernos propuesto domar a la naturaleza hubiésemos decidido respetarla y cuidarla, hoy no estaríamos viviendo esta situación mundial tan precaria. Miro nuevamente las copas de los árboles que se saludan y charlan entre ellos, movidos en unión con el viento suave del atardecer y las aves vuelan presurosas al verde refugio de sus verdes enaguas.

Miro sus troncos, fuertes y nobles y viene a mi mente los cientos de veces que algunos terminaron en una chimenea, en el fuego, como si quisiese deshacerme de un enemigo. Cuantos años de ceguera, cuentos años de destruir la vida, vidas que, unidas, darían valor a la vida.

El agua, el aire, la tierra, los animales, los bosques, mueren hoy en aras del “rey del universo” un ser débil frente a sí mismo, impulsado a mostrar su “poder y dominio” frente a su propia existencia, débil, indefenso frente a sí mismo, ante su propia soberbia que lo ciega.

Aun me pregunto: por qué los árboles miran hacia arriba y, solo imagino que dialogan con alguien que desconozco.