Lo que uno espera al asistir a un partido de futbol es que tu equipo gane o mínimo, que deje un buen sabor de boca. Poco importa lo que digan las apuestas, la tabla general, las estadísticas de los últimos diez años o los tipos que protagonizan esas insoportables mesas de debate en la televisión.
Siempre hay motivos para pensar que “este juego” será el que cambie la maldita miseria por la gloria o algo que se le parezca.
Y el viernes pasado ocurrió algo similar.
Será por los golpes de nostalgia que tanto se empeñaron en hacernos sentir a lo largo de la semana, por simple masoquismo o por mera ingenuidad, pero yo fui también uno de esos miles de infelices convertidos en fieles creyentes, que apuró los planes del día para no faltar al Cuauhtémoc.
Durante poco más de noventa minutos encontré en mis dedos tantos cigarros como pelotazos erróneos de Vikonis, pérdidas casi cómicas de Zavala, titubeos irreconocibles en Ángulo, malas lecturas de Vidrio; pésimas decisiones de Fernández y Haquín y muchos yerros más.
Sin embargo, también me encontré con menos vacíos en las butacas y mayor complicidad entre la gente y los jugadores y un nuevo grito desgarrador en los últimos minutos.
Sí, hay ocasiones en que uno va al estadio esperando que suceda algo bueno, por mínimo que sea y sale de él con la sensación de haberlo encontrado todo.
Nos leemos la siguiente semana. Y recuerden: la intención sólo la conoce el jugador.