Me gusta detenerme ante una plaza de toros aun cuando esté cerrada. Dormido el coso taurino uno es el que sueña y lo imagina en tarde azul de corrida, los porteros requiriendo las entradas y la gente formada expectante y bulliciosa. Caminábamos por las calles de Brihuega, un pueblo precioso en Castilla-La Mancha. Como pasa en casi todas las antiguas poblaciones españolas, sobre las ruinas romanas se levantaron las construcciones árabes y luego, las de la cristiandad, que perduran hasta nuestros días.

Salimos de la parroquia de Santa María de la Peña con dirección al mirador de la muralla que circunda a la población. Al pasar frente a la plaza de toros nos encontramos con un grupo de turistas. En la coincidencia con los paseantes, escuché la afirmación por casualidad: “Aquí, se exige que los toros tengan cinco años y que salgan en puntas”, dijo la guía a su tropa. No eran taurinos, eso se les veía en la facha. Las pintas iban de los rubios germánicos, a la amarillenta palidez de los tacatacas, dos docenas de personas en las que se mezclaban algunos españoles con la mayoría de extranjeros, por ello, la guía se veía obligada a repetir en inglés lo que había dicho en castellano.

Lo cierto es que a los forasteros, lo de la edad de los toros y las características de los pitones les vino guango. El asunto contado al mediodía caluroso, y ávidos como están los turistas que viajan a España de llenar sus cámaras con imágenes de murallas, mezquitas, alcázares y catedrales, las condiciones de los pavos que saltan al ruedo de la plaza briocense les importó un soberano carajo, pero yo me quedé colgado de la frase.

Edad y puntas equivale a verdad del toreo. Una corrida con estos atributos podrá salir brava o mansa, noblota o complicada, con movilidad o sosa, sin embargo, cada cosa que acontezca en el ruedo tendrá trascendencia y el máximo interés.

De igual modo, si los toreros se comportan valientes alcanzarán la categoría de semidioses y si corren en espantada, uno lo comprende perfectamente. Si están artistas, se veneran, si desperdician el merengue, uno lo lamenta como el que pierde un tesoro. Edad y puntas, ¡sí señor!, la mujer me hizo pensar en lo recién visto en Las Ventas, entre muchas otras cosas: los de Jandilla y los afanes de Sebastián Castella en su segundo, también, la gesta del confirmante Ángel Tellez; los Pedraza de Yeltes, que por eso de la edad y la cornamenta el toro echó el guante a Juan Leal en un instante de descuido; los de José Escolar y la maestría de Robleño y la sobrada valentía de Gómez del Pilar; los victorinos y la inteligencia espabilada de Emilio de Justo; los adolfos, menos el sexto; la sangre derramada por los toreros heridos. Ante la seriedad de los toros y su armamento ningún desplante se ve chocarrero, el espectáculo recupera su categoría de rito, aunque todo rito lleva su parte de espectáculo. Y la seriedad de las novilladas, la de Madrid con un clásico como es Francisco de Manuel y la de Sevilla, seria y formal con sus buenos aficionados perdidos entre la marabunta de turistas.

Luego, llegamos al mirador de la muralla. Desde allí, se veía la mitad de la plaza, la arena y los tendidos vacíos y pintados de sol. Como me pasa siempre, me la imaginé una tarde de corrida, cuando la gente va buscando sus lugares, el rumor animado y expectante que sabe a fiesta y huele a claveles, a tabaco y a vino.

Por eso, me gustó el comentario. Que, en medio de tanta tradición e historia, una señora pondere con orgullo que en la plaza de su pueblo se echan los toros con cinco años y en puntas, también es promover el patrimonio, la tradición y la riqueza.