Ustedes perdonen lo irreverente, lo digo bajo riesgo de ser expulsado de la señera cofradía de los Venerantes del Príncipe de Galapagar, pero lo que pasó en Granada define con precisión a lo que hemos llegado en los tiempos actuales. Si algún día los valores de la cultura fueron el bien, la verdad y la belleza, hoy nos hemos quedado con el último y lo demás no importa para nada.

Hay que decirlo, porque estamos en época de cuidar la pureza de la tradición: lo acontecido en el ruedo granadino fue muy bonito, pero no es la Fiesta. Qué las lidias fueron preciosas y por nota, que la variedad con el capote pondera una de las imaginaciones más vibrantes de la tauromaquia, que las faenas de muleta fueron de lo más clásico, que los racimos de verónicas eran cosechados con medias a la cintura y los ramilletes de naturales segados con pases de pecho que echaban el sol para arriba, no quita todo lo que José Tomás se lleva por delante con esta costumbre anual.

En su libro La sociedad del espectáculo, una de las doscientas veintiún tesis sostenidas por Guy Debord refiere que: "Todo lo que una vez fue vivido directamente se ha convertido en una mera representación".  Vivir directamente es hacerlo en crudo y que pase lo que tenga que pasar. La delgada vereda que lleva a lo auténtico hubiera sido anunciarse con otros alternantes o si no, de plano encerrarse con animales de encastes diferentes.

Es que actuar una sola vez al año, en una plaza de segunda a la que no concurre la cátedra y sí el grueso de los seguidores, es echarle agua al vino. También lo es, escoger cuatro toritos más propios para el espectáculo de la belleza que de la verdad, aligerando la parte que la corrida tiene de drama. Por cierto, los veedores habrán ganado un bono por lo que escogieron con tino perfecto; lo mejor de las ganaderías suaves que hay en el campo bravo español. Tamaño justito, cornamentas agradables para el torero –si es que las hay-, y lo más importante, claridad, estilo y nobleza en cada embestida. Alternar con un rejoneador, es poner un telonero que empiece en lo que se asienta el movimiento de la gente en el tendido y sin rivalidad ninguna; es también meterle la espada a la liturgia del sorteo con todo el gesto que conlleva ponerse en manos del destino y que él sea el que decida.

 Decimos -me sumo- que José Tomás está más allá del bien y del mal, pero eso no es cierto y nos dejamos llevar por la admiración. Otros argumentan que lo de Granada fue sublime, puede que sí, pero, sin la verdad del toro-toro yo tengo mis dudas. Que llenar una plaza y llevarse toda la taquilla se lo ha ganado a cornadas, es verdad pura, sí, ha derramado mucha sangre en la arena, ahí queda lo de “Navegante”. Sin embargo, el rito del toreo nunca debe ser arreglado, alguien que se viste de luces, así tenga todos los títulos nobiliarios del toreo, debe hacerlo para poner en riesgo la vida con toda la gravedad, por eso, el terno se lo calan muy pocos en el mundo. Un aficionado más me dice que al diestro de Galapagar se le toleran cosas así, porque es la máxima figura del toreo, a ver qué otro se anuncia en solitario y llena la plaza.

Sí, pero, aceptar  es alinearse del lado de lo superficial, en el que lo importante es que las cosas luzcan bellas en el exterior, sin importar lo profundo y lo esencial. Lo peor del disparate es que ya no lo vemos, o si lo vemos, no nos importa.

Cuando suelto afirmaciones como esta, me contestan que lo de José Tomás ha pasado con todas las figuras. La prudencia es una virtud que ejercitan hasta los más bragados, lo que, por otra parte, es natural en la condición humana. Aunque lo sospecho, prefiero no aceptarlo, porque hacerlo implica reconocer que esos toreros heróicos y fascinantes, que exponían la vida cada tarde, hombres formales y severos consigo mismo, nombres legendarios, tal vez no existieron nunca, o mejor dicho, sólo brillaron inmaculados en mi imaginación de niño.