Para algunos matadores, en el toreo hay principios éticos irrenunciables, no los obligados como deben ser el valor, la lealtad y la honestidad, sino algo más personal, por ejemplo, el amor propio y la vergüenza torera. Cada coleta sale a la arena a oficiar su liturgia. Cada uno tiene su sitio y juega las cartas que le ha dado el destino. Hay toreros a los que no les interesa hacer determinadas cosas o son incapaces, y otros, en cambio, para los que la vida no vale la pena, si no hacen lo que el compromiso con su vocación les manda.

Rafael Rubio Rafaelillo, una vez más se volvió a anunciar para matar la corrida de Miura en Pamplona. Algunos pensarán que no le quedaba de otra, que si no es para matar las duras, no lo contrataría nadie. Puede ser, pero siempre queda la posibilidad de decir que no. Sin embargo, eso no va con un torero de la calidad heroica de Rafaelillo.

El caso es que su segundo toro, un cárdeno imponente, largo como un ferrocarril, alto como una catedral, no tragó ni el primer pase de una faena que el matador quiso empezar de rodillas. Lo enganchó después del cite, lo lanzó varios metros, estrellando al diestro brutalmente contra la barrera y volvió a empitonarlo antes de caer; luego, por si faltara, bajo el estribo de la barrera, se ensañó contra el diestro.

Ahí, quedó el matador, con todas las costillas hechas cisco y la columna vertebral sonando como marimba. No dudo, que Rafaelillo sueñe con ser una figura del toreo, para el que esto escribe ya lo es, pero, él soñará con ser una figura a la usanza vigente, matando el monoencaste, cortando orejas a destajo y poniendo la cuenta gorda. Sin embargo, lo que el mundo del toreo necesita son idealistas que rescaten el verdadero sentido de la tauromaquia, que es crear belleza después de poder con el bicho, de jugarse la vida a cara o cruz y entonces, sí, que vengan las preciosidades. No pasar a lo “bonito” desde el comienzo, porque: “Eso de torear bonito, está muy feo”, lo dijo, Pepe Luis Vázquez, el Sócrates de San Bernardo.

El domingo catorce de este julio, Rafaelillo, sólo con sus soledades, pagó el precio. Es que empezar de rodillas con un Miura de gran calado, es ir mucho más allá de cualquier exigencia, es pedir pelea a ultranza. Viendo el desenlace de la pretendida hazaña, esos gestos de coraje y de vergüenza torera me conmueven en lo más hondo. Verlo sufrir los embates brutales que tiene la naturaleza implacable de un toro de Miura, escuchar los gemidos de dolor que emitía el matador, mientras lo conducían a la enfermería, no tengo pudor en confesarlo, hizo que se me nublaran los ojos. Para ese nudo en el cogote tengo dos motivos, el primero, porque la verdadera hombría tiene un precio muy alto que sólo pueden pagar los grandes maestros. El segundo, porque -ustedes perdonen, no es crueldad, o tal vez sí- pero esta es mi Fiesta, la que admiro y amo, la que me indica el camino del pundonor y de la verdadera entrega en esta gran metáfora que es el ruedo de la existencia, en el que los avatares del destino son las embestidas de un Miura. Ese es el camino, plantar cara e imponerme en lo que don Miguel de Unamuno llamó: “Aquí, en esta plaza del mundo, en esta vida que no es sino trágica tauromaquia”. Cuando el destino me engancha, mis héroes me sostienen, ellos me han enseñado a poner las femorales por delante, a mantenerme firme ante los bárbaros embates. Por ello, quiero que Rafaelillo se recupere muy pronto y que la vida le de muchos toros y muchas alegrías, que se haga la figura que ha soñado y que nunca más lo alcance un pitón. Ya ha pagado bastante.