Era el mes de abril de 2014 cuando Gerson, de 14 años de edad, se plantó frente a Casa Aguayo vestido de traje de tres piezas de color gris acero, impecable. Iba acompañado de su hermano Christian de unos dos años mayor con un alto parlante en la mano.
Ambos denotaban dolor y furia en sus rostros morenos, con pelos crespos, pero impecablemente lavados. Paradojas de la época, era la celebración del Día del Niño que sin embargo, una circunstancia anómala había puesto a los jovencitos, hace cinco años, en una temprana protesta social por una injusticia que trastocaba su vida, y su familia.
El secretario de Seguridad Pública en el Estado era un impresentable Facundo Rosas, ahora profuso articulista en temas de seguridad. La corporación, por una razón aún inexplicable, había decidido enviar a una mujer policía de nombre Lucía Felícitas Galicia Hernández a Zacapoaxtla, a unos 140 kilómetros de la capital.
No lejos de la singular manifestación, en el Zócalo de la ciudad se llevaba cabo el acto celebratorio para la niñez que inundaba el discurso oficial de las autoridades estatales y municipales. El poder en turno hablaba contundente de velar por los intereses de la niñez. Había de todo en la plancha del zócalo: sobre todo, payasos.
Eran los tiempos en que un poderoso Gobernador y su aparato de gobierno avasallaban a quien se colocara enfrente. Los Xicale, Flores Melga, Enedina Flores o Simitrio ya eran piezas de caza cuyas cabezas eran exhibidas en la sala de sesiones de Casa Puebla, desde donde se tomaban las decisiones más inescrupulosas de la historia.
Nadie abrió la puerta de Casa Aguayo aquella mañana triste del Día del Niño cuando Gerson gritó su enojo por las condiciones laborales de la mujercita policía, que era madre y padre al mismo tiempo. Plantados frente a la sede del poder público, lloraron lágrimas de dolor e indignación.
La agente uniformada Lucía Felícitas Galicia Hernández debía dormir en el parque público de Zacapoaxtla para evitar gastos en hospedaje. Su salario en ese entonces era de 3 mil 500 pesos quincenales que apenas le permitía sostener a su familia.
“Y si toman represalias en contra de ella (su madre), sometiéndola a trabajar más sin la justa retribución, me veré obligado a abandonar mis estudios junto con mi hermano y unirnos al comercio informal” amagó Gerson.
Nadie los escuchó. Nunca nadie los recordó y ha sido casi imposible saber si continuaron sus estudios en la Escuela Secundaria No. 43 como se advirtió. Tampoco se pudo saber del paradero de la mujer policía a quien un burócrata de medio pelo se le ocurrió enviar al municipio serrano.
El atropello sin embargo, se cumplió. La familia terminó por ser separada. Derechos de la niñez violentados, una servidora pública con sus derechos atropellados y un grupo de altos funcionarios instalados en esa plutocracia indeseable de la época, en el cómodo silencio conventual de la sede gubernamental.
¿Quería el Partido Acción Nacional en la Cámara de Diputados mayores explicaciones para votar una ley que busca retribuir en algo a las víctimas de la dictadura del pasado?
Es pregunta.