A mí me gusta, y mucho, imaginar cosas; y me gusta hacerlo, también, durante un partido de futbol. Y me gusta mucho más si el partido en cuestión es de la Franja; sucede muy a menudo y, por muy torcida que esté la cosa, todo lo que imagino termina en felicidad.

Algo similar a lo que sucede cuando, de niño, vas a casa de la abuela y crees que algo muy bueno te está esperando. Y aunque el riesgo de que la sorpresa sean bolsas llenas de ropa es latente, prefieres pensar que se trata de dulces; algunos de ellos no te gustarán, claro, porque no existe felicidad completa, pero al final de cuentas son dulces y son de la abuela, y no me viene a la cabeza una mejor representación de los finales felices, que esa.

La Franja desembarcó en Monterrey para afrontar la etapa más crítica, por si no ha sido suficiente, del calendario. Y lo hizo después del ridículo de la jornada anterior, cuando, por supuesto, también imaginé cosas que dejaban un final feliz; pero imaginar no significa que suceda. Al final, supongo, imaginar se trata precisamente de eso: de entender que hay una realidad.

Por ello, para esta ocasión quise ser un poco más precavido; incluso, podría decirse, pesimista. Sin embargo, hay vicios a los que uno no puede escapar, por amor, por ilusión o por masoquismo; a veces, por todo eso y más, y minutos antes del partido comenzó la autoterapia: que si no tenemos nada que perder; que si los regios ya no quieren a su entrenador; que si en las últimas visitas no nos ha ido tan mal, y algunas cosas más.

Imaginar es un ejercicio completísimo, que involucra lo bueno y lo malo; y después de los primeros cuarenta y cinco minutos, con el milagro de sólo llevar dos goles en contra, a mí lo único que me invadía la cabeza era, como si de mí dependiera, encontrar la estrategia infalible para evitar que nos cayeran cinco o seis más. Pero de la nada, llegó el empate, y con él, de nueva cuenta, la tortura; y llegó a tal grado que, de verdad lo digo, aunque después nos alcanzó la realidad, creí que el partido se podría ganar.

Ahora, un poco más sereno, que no menos triste, sigo imaginando muchas cosas: que este equipo puede ser menos intrascendente de lo que muchos pensamos; que, en algún momento, cualquier balón dividido en donde participe Lucas Cavallini no terminará con falta en contra; que Brayan Angulo no ha hecho semejante exhibición porque quiera cambiar de aires poblanos a regios, sino porque respeta profundamente la cinta de capitán; que, algún día, Cristian Tabó dejará de lado la etiqueta de revulsivo y hará todo por demostrar que puede ser titular; que Pablo González seguirá siendo lo que hoy es, por muchas temporadas más; que las derrotas presupuestadas, de vez en cuando, se pueden convertir en triunfos inesperados; o que el Cuauhtémoc, un día no muy lejano, vivirá una noche redonda.

De vez en cuando y aunque sea por un maldito momento, me gusta imaginar que la realidad es capaz de esperar.

Nos leemos la siguiente semana. Y recuerden: la intención sólo la conoce el jugador.