Voy regresando a casa del estadio Azteca, son poco más de la una de la mañana y no hay nadie con quien desahogarme.
No sé si sea por el efecto de las cervezas, de la derrota o del equipo ante el que se obtuvo la derrota, pero me hormiguean las manos; tengo la terrible necesidad de sentarme frente a la computadora y descargar, aunque sea en unas cuantas líneas, el coraje que traigo por dentro y disimulo por fuera.
La escritura también es venganza, leí alguna vez.
Voy a la cocina por un vaso de agua y a mi regreso, el celular vibra como desesperado. La llamada es de la mamá de Paco, mi vecino de ocho años, pero la idea de que la noche tenía alguna posibilidad de mejorarse, se esfuma de inmediato; no es ella quien está al otro lado del teléfono, sino el mismo Paco.
— ¿Qué es empatía?
— ¿De qué hablas?
— De tu twitter, tonto. Mi mamá me lo enseño, pero no entendí; explícame. ¿Qué hizo Cavallini?, insiste Paco, con el tono obsesionado de quien no dejará de romperte las pelotas y que los niños dominan a la perfección.
—¿Qué le dices a una persona que te cree todo?, pienso, pero la cabeza no me da para responder algo que suene, ya no digamos creíble, sino medianamente congruente.
Si por mí fuera le diría que Cavallini hizo muchas cosas: en principio, ser sumamente egoísta; que no ha pensado en esa afición que, durante meses, espera ciertos partidos y espera, también, que por respeto a la playera, sus figuras salgan a exhibirse en el campo y no a venderse ante un micrófono, cual vil mercancía.
Que esa afición, ávida de futbolistas leales e ídolos reales, no ha tenido de otra que adoptarlo como bandera, a pesar de su precario desempeño en los últimos tiempos.
Que su brillo ocasional resulta engañosamente balsámico para un equipo carente de figuras consagradas, como aquellas que sí dieron glorias, sonrisas y títulos, y que al día de hoy caminan por el estadio Cuauhtémoc con la cabeza en alto y la humildad arrastrándoles por todo el frente.
Le diría también que el sueño de Cavallini de jugar en el América o en Tigres o en Monterrey, en algún grande (o sea, uno con suficiente billete) y no en un equipo chico como Puebla es un sueño profundamente respetable, tanto como el mío de querer que se largue lo antes posible (eso sí, bien vendido), pero que hay momentos precisos, idóneos y sapientes para compartirlos.
Y también que, por más que algunos jugadores se empeñen en demostrar lo contrario, la calidad futbolística no está peleada con ser profesional, inteligente, prudente y sobre todo, bien agradecido.
Sin embargo, decirle eso a Paco sería una canallada, porque lo he visto celebrar sus goles y jurar, a grito pelado, que él es Cavadeus.
Me refería a que Cavallini no ha metido goles ni para empatar, le digo. El ridículo que acabo de hacer es desproporcionado, pero qué se le va a hacer.
Paco, evidentemente, no me cree. Lo sé porque no ha respondido nada. Los silencios lo dicen todo.
—¿Crees que seré futbolista?, me pregunta, pero ya con la voz adormilada.
—Tal vez, respondo, pero lo hago al aire, porque nadie parece escucharme ya del otro lado. Ojalá que Paco se convierta en futbolista; sería uno de los que valen la pena.
Nos leemos la siguiente semana. Y recuerden: la intención sólo la conoce el jugador.