Hay días en que uno va al estadio sin esperar absolutamente nada. En el rostro no aparece, siquiera, ni un poco de desgano. Ilusión, mucho menos. Es raro, sí, porque algo te ha llevado hasta allá, a pesar de todo, pero no sabes qué es.
Peor no podemos estar, piensas, y te descubres ahí, sentado, con el frío golpeándote la cara, con la cerveza en una mano y el cigarro en la otra, haciendo malabares para darle al celular la oportunidad de incluirse en la fiesta. De ahora en adelante, lo único que cambiará en el ritual son los protagonistas.
El de a lado te busca la plática. Si lo conoces, tienes el derecho irrefutable de ignorarlo; si no, una sonrisa cortés hará el trabajo sucio. Vuelves a lo tuyo, tomas alguna foto, muchas fotos, volteas a ver el reloj, pero apenas han pasado dos o tres minutos desde la última vez que lo miraste de reojo.
Los minutos pasan, pero no lo parece. Revisas a cada instante el celular, buscando nada, porque ya no hay lugar para ilusiones ni sorpresas. ¿Qué sorpresas puede haber en aquello que ya está liquidado? ¿Qué hago aquí?
Escuchas risas, algunos murmullos, volteas; hay un grupito de personas con bolsas de papel en la cabeza. Ojalá no los conozca, piensas, algo avergonzado; después, sigues pensando, y la idea te parece fantástica.
De pronto, algo raro sucede al vigésimo intento de encontrar la alineación en la pantalla. Hay nuevo capitán. Es él. Sonríes. ¿Por qué lo haces? ¿Acaso es alguien de tu familia? ¿Es tu amigo?
No, ninguna de ellas, pero sabes que ‘el 7’ lo merece. Estás absolutamente convencido de ello. La noche puede deparar algo bueno, tal vez; y justo cuando no lo esperabas. El futbol como reflejo exacto de la vida.
Celebras un gol. Te histerizas con el empate. Mientas madres cuando se desperdicia la victoria en el último minuto. Respiras. Da igual ya.
Hay que incendiarlo todo, anhelas; que se larguen todos, piensas.
Y rectificas: bueno, casi todos.
Nos leemos la siguiente semana. Y recuerden: la intención sólo la conoce el jugador.