Tuve la fortuna de crecer rodeado de libros. Mis abuelos, paterno y materno, tenían sus respectivas bibliotecas, que si bien no eran grandes, por lo menos, atesoraban muchas de las obras que todos los seres humanos deberíamos leer y así, las filas de la hijoputez se verían mermadas. En ellas pasé muchas horas disfrutando de libros que marcaron el rumbo de mi vida; empezando por los cuentos de Perrault, hasta Picardía Mexicana, de Armando Jiménez, que me costó un castigo severo que nunca comprendí, porque para mí -luego, aprendí que no-, todos los libros eran algo bueno. También, me topé con un volumen titulado Guía de América Taurina que contenía los números telefónicos -fijos, claro- en los que se podía contactar a la mayoría de los matadores y ganaderos, que durante los años sesenta había en nuestro continente; ejemplar que para mí era como un sueño, porque con él, tenía el contacto de Joselito Huerta, Alfredo Leal y Jaime Rangel, entre otros, y eso, era como si un niño de hoy, tuviera el número de teléfono de Tony Star, Hulk, y, mejor, el de la bien dotada Capitana Marvel, que con su traje azul entallado exhibe su muy sensual armamento.
Parte de las colecciones de libros de los abuelos las heredé y son mi mejor patrimonio. Por decir algo, obras como una publicada en inglés que se llama El toreo, tan bien escrita y en una edición tan cuidada, que con ella aprendí, entre otras muchas cosas, a diferenciar las estocadas por la manera de ejecutarlas: volapié, a recibir, a un tiempo, topa carnero. Tal vez sea por esos recuerdos, que las bibliotecas tengan para mí un hálito de hospitalidad y son un paraíso de paz.
Ustedes se preguntarán qué mosca picó al escritor para que nos haga estas confidencias personales. Pues nada, que en la sección de toros del diario El País leí que a partir de febrero, la biblioteca Carriquiri, se encontrará en la sala José María Cossío de la plaza de las Ventas del Espíritu Santo.
Leer la noticia fue uno y recalar en la nostalgia, lo inmediato. Durante la investigación para mi tesis doctoral, trabajé algún tiempo en la biblioteca Carriquiri en la calle de Génova, frente a la sede del Partido Popular. Allá, en Madrid, encontré una colección de veintidós mil volúmenes que versan sobre el tema taurino. Un sueño. Casi todo, si no es que todo lo que en el mundo se ha publicado de toros, se encontraba en ella. Libros, pequeñas esculturas, cuadros, objetos trascendentes en la historia del toreo, conforman su valioso acervo.
Por ejemplo, en una vitrina estaba una pequeña espada con la que Manolete partió un pastel de cumpleaños y que, durante mucho tiempo, como la reliquia que es, fue guardada sucia de chocolate con el fin de no restarle ni una migaja al recuerdo; pero, el primer día de trabajo de una nueva encargada de la limpieza, sin imaginarse lo que hacía, lavó la espada y la pulió hasta dejarla relumbrando. Pude conocer y tener en mis manos La Tauromaquia de Goya, fechada en 1816 y la de Picasso, que fue impresa por la casa editorial Gustavo Gili.
Sin embargo, lo más valioso que guardo en la memoria son los ratos incomparables en que, haciendo pausas en nuestros respectivos trabajos, pasé con las personas que me enseñaban los tesoros que allí se guardan. José María Sotomayor era el bibliotecario. Además de su culta y amena conversación, me mostró los manuscritos que él escribió en su aportación a la enciclopedia Los toros. Asimismo, compartió anécdotas de cuando escribió su libro: Miura. Siglo y medio de casta, publicado en la colección La Tauromaquia de Espasa-Calpe. En aquel sitio, de igual modo, conversaba con una chica de nombre Pilar, que era historiadora y me enseñó a grandes rasgos la historia española. De vez en cuando, el dueño de la biblioteca, ganadero de Carriquiri y prominente hombre de negocios, don Antonio Briones Díaz, tenía la deferencia de dedicarme algunos minutos. En aquel rincón del mundo pasé momentos tan entrañables, que, lo confieso, se me escurrieron las lágrimas la última tarde que estuve allí.
Cada día, al cerrar la jornada, José María, Pilar y yo, nos encaminábamos hacia el paseo de La Castellana, conversando acerca de nuestros mundos y luego, cada quien tomaba su derrotero, como lo tomamos siempre, ustedes, nosotros, los demás, incluida la biblioteca, que a partir de muy pronto y por convenio cambiará de sede. En lo mejor de mi memoria quedan esos recuerdos. Me consuela que el préstamo de la colección sea en España, y no, aquí, en México: El saqueó total de la misma, duraría menos de veinte minutos.