La continuidad de Juan Reynoso con La Franja generó, por decirlo de manera amable, una ola de críticas; en ellas, incluyo la de Paco, mi pequeño vecino, quien tampoco luce muy conforme con la decisión.
Tú escribiste que era obligado que lo corrieran, yo lo leí, me reclama enfurecido, mientras juega con el diente de leche que lleva días sin caérsele.
Era sarcasmo. Me refería a que necesita tiempo, que faltan algunos jugadores, y que no podemos volvernos locos y cambiar de entrenador como de calcetines, respondo, pero él sigue a lo suyo, empujando el diente, ya visiblemente flácido, con toda la fuerza de la lengua.
Me pongo a pensar en alguna respuesta más explícita, pero no encuentro ninguna que me convenza. Tal vez, lo más sensato sea quedarme callado. Desde hace algunos ayeres, guardar silencio me ha traído una paz incomparable.
Caso contrario a lo imaginado, Reynoso continúa en el equipo. No es queja, por supuesto.
Desconozco, ni me interesa, si la directiva le ha puesto una especie de ultimátum. A estas alturas, con el precario rendimiento del equipo en todos los aspectos, sería absurdo que el peruano necesite de amenazas para asimilar que su equipo necesita enderezar el rumbo.
Sin embargo, me alegra saber que el desquicio propio, no sólo de La Franja, sino del futbol en general, no fueron la prioridad en un equipo acostumbrado a vivir bajo premuras, arrebatos y vaivenes.
La apuesta, arriesgada en la percepción general, me parece algo similar a la de despedir al peruano y contratar a alguien que, además de ‘hacer el favor’ de trabajar con un equipo que no fue diseñado a su medida, como cualquier proyecto, requiere forzosamente de tiempo, de algunos empujoncitos, de algunas caídas, para hacerse fuerte y definitivo.
¡Como un diente de leche! ¡Eso es!, pienso, pero justo antes de decirlo, Paco sale despavorido hacia su casa, con las manos en la boca.
Nos leemos la siguiente semana. Y recuerden: la intención sólo la conoce el jugador.