La pesadilla comenzó con el reclamo de Rafa, un viejo amigo, hace ya algunos años: “¡Quítate la playera! ¿Qué no te has dado cuenta que siempre que la traes puesta, perdemos?”
Lo ignoré hasta que llegó el medio tiempo, con el uno a cero en contra y sin que se viera por dónde pudiera componerse la cosa.
Habíamos esperado años por ese partido, por ese título, por ese momento y mi playera lo estaba dilapidando todo. Corrí al baño, me dejé sólo una chamarra y, minutos más tarde, el milagro ocurrió. Cuatro a uno final y una fiesta de la que, muy de vez en cuando, voy recuperando recuerdos.
El problema parecía resuelto: desde ahora, bastaría con no usar la playera de mi equipo los días de partido para salir sonriente —o vivo, al menos—, cada fin de semana; sin embargo, por alguna extrañísima razón, mi malaria ha evolucionado a un grado tal que la cura ya no radica sólo en ello o en ya no ir al estadio sino, como el pasado viernes, no asomarme al juego ni por televisión.
A pesar de lo que esto significa —que duele demasiado—, debo confesar mi felicidad por saber que no soy el único decidido a sacrificarse, para que La Franja componga el rumbo.
Podría comenzar con Christian Tabó, quien al parecer, después de dos años de mostrar su futbol a cuentagotas, está dispuesto a entregar una versión en la que todos salen ganando.
También, por supuesto, después de semanas en el ostracismo, la reaparición de Ángel Sosa en conferencia de prensa. Después de seis jornadas, sí; sin grandes declaraciones, sí; como si lo hubieran mandado muy a la fuerza, también; pero algo es algo.
Y por supuesto, la afición, que contrario a lo esperado, a lo habitual, a la costumbre, se hizo sentir en el Cuauhtémoc.
Es curioso cómo las cosas encuentran su sitio cuando uno hace, por fin, lo que debió hacer tiempo antes. Cábala, le dicen.
Nos leemos la siguiente semana. Y recuerden: la intención sólo la conoce el jugador.