Me subo al metro en Canal y hago el recorrido con la ilusión de un niño al amanecer del día de Reyes. Eso tiene de bueno la memoria, que gran parte de ella se compone de imaginación y escribir, al menos como lo hago yo,  es crear mundos. Estación a estación imagino el jolgorio que habrá arriba. Un grupo de jóvenes alemanas se apean en Sol; alguna que otra es atractiva, pero que se hayan marchado no tiene importancia si el metro está lleno de madrileñas y para majas, las castizas. La manada de fotógrafos chinos desciende en Banco de España -pienso en la Cibeles dominando leones en medio de su rotonda-; un matrimonio y sus dos hijos pequeños dejan el furgón en Retiro. Gente que se apea y otros que abordan. Este hombre de la boina va a la plaza, me digo. Emoción que crece. Por fin, la megafonía anuncia: “Próxima estación” dice una voz varonil y una de mujer interviene: “Ventas”, de inmediato en las bocinas el hombre avisa, “correspondencia con” y la mujer complementa: “línea dos”.

Dejo atrás el andén y subo las escaleras rumbo a la explanada llena de gente y de sol. Nunca olvidaré en mi vida, la primera vez que salí de allí y me topé con la plaza de toros, banderas ondeando en contrastes rojos y amarillos contra el cielo azul inmaculado, allí estaba imponente, grandiosa, la catedral del toreo.

Hoy es quince de mayo, festividad de San Isidro, pero la realidad es que las puertas de Las Ventas están cerradas. Los monumentos al doctor Flemming y a Dominguín y a Antonio Bienvenida y al Yiyo se encontrarán muy solos. No estarán los vendedores de golosinas y de recuerdos. Me rebelo, ni pandemias ni confinamientos ni siquiera que no haya feria de San Isidro, me pueden detener mientras tenga de aliada a la literatura: yo me largo a los toros. He decidido celebrar la corrida del día grande de la feria.

Como he llegado temprano, me da tiempo de atravesar la calle de Alcalá y meterme a la cafetería César.  Pido una ginebra con tónico y un bocadillo de calamares, tengo hambre: ¡señorita!, y otro de bonito.

Al cabo que las tres reglas para disfrutar una corrida son: considerar el comportamiento del toro, juzgar la actuación del torero en relación a la conducta del bovino y la más importante, haber comido y bebido bien. Para este festejo, no sé qué nombres están colgados del cartel, pero los toros son “adolfos” y con saber eso me basta, “felices los felices” dijo Borges. Mientras bebo la segunda ginebra, recuerdo que en México, cuando en alguna clase sin venir a cuento me da por hablar de toros, la Feria de San Isidro la defino a mis alumnos como el campeonato mundial de los toreros, traslapando al futbol entienden mejor la magnitud del evento.

Las paredes del local están llenas de fotografías de José Tomás. Al fondo, campa la cabeza de un toro inconmensurable. Aquí adentro la algarabía crece conforme se acerca la hora, los que en este momento discuten, hablan y beben a mi alrededor, en unos minutos se convertirán en jueces implacables. Juntos vamos a recorrer la tarde por el camino de la emoción o el del aburrimiento. Dependiendo de los toros y de sus matadores dictaremos sentencias, elevaremos toreros a la gloria o los condenaremos al olvido.

Al anochecer, saldré por la puerta del arrastre para encontrar a mis amigos madrileños, gente de condición hospitalaria y generosa que me ha abierto su corazón. Hablaremos de lo visto durante la tarde. Eufóricos o desencantados, volveremos a soñar con los hombres de luces que son, que fueron o que pudieron ser.

Entre el murmullo de la multitud me encamino en dirección a la plaza, falta poco para que den las siete y suenen los clarines. Este soy yo pleno, feliz en mi mundo. Voy pensando ilusionado que al día siguiente también habrá toros. Es que en Madrid, siempre hay un mañana.