De pronto te asalta y se apodera de tu estado de ánimo. Sin saber por qué, te invaden estampas, resonancias y vivencias del ayer. Te das cuenta que no es una jugarreta de la memoria, un jirón de vida pasada que aparece y se echa de menos. Cuando rememorar y apetecer florecen juntos, surge con más fuerza el sentimiento, un gusto agridulce que te lleva a desear que la experiencia sea repetida. Se instala a sus anchas en nuestro interior y se queda un rato largo. La nostalgia es una niebla. Es una nube baja que llega y va emborronando el horizonte hasta que de pronto, notas que lo ha cubierto todo.
No lo dudé. Ofrecí disculpas cuando me invitaron a ver la lidia de cuatro de toros de Tenexac y respondí que no. Soy de los que piensan que el confinamiento es un deber y que hay que respetarlo a ultranza. No estaríamos como estamos, si la mayoría se hubiera quedado en su casa y sólo salieran los de los servicios imprescindibles. Además, considero que si hacemos concesiones por un gusto, adelante se harán por cualquier cosa. Fue el quiero pero no debo, de nuestra contemporaneidad lo que me llevó a negarme.
Me dijeron que uno de los toros fue maravilloso, superior, completo. Que desde que tomó el capote por primera vez, se vio como acomodaría la cabeza. Que en el caballo peleó con enorme voluntad. Me dijeron que en la lidia de muleta repitió siempre arrastrando el hocico en la arena y “haciendo el avioncito”, que en cada arrancada embestía con largura, que por ello, le perdonaron la vida y lo devolvieron al campo para ponerlo a padrear. Me dijeron que otros dos toros fueron muy buenos y que el restante, sin llegar a más, también tuvo clase.
Esas son las mitificaciones del toreo y sólo lo vieron una decena de espectadores y por supuesto, los toreros. La encastada fiereza, la bravura como un río que sigue el cauce de la muleta y que va a más, siempre a más, y a cada pase, subordinado, pide pelea. Por eso, es que hay que ir a todas.
Hubiera yo aceptado la invitación, pero el “hubiera”, ya se sabe, no existe y eso es lo que hoy desborda la nostalgia. La memoria se sustenta en la imaginación y no es difícil verlo arrancarse imponente, porque guardo el recuerdo de grandes ejemplares de Tenexac. Es el hambre de ver a un toro encastado arrancarse de largo, de entregarse con nobleza, de acometer sin un ápice de bobería y dispuesto a vender muy cara su vida.
Nos tocó vivir esta pesadilla del virus, que nos ha llevado a perdernos de muchas cosas que nos gustan tanto; sin embargo, en el fondo, sabemos que nos ha ido bien, que seguimos sanos y sobre todo, que continuamos vivos. Aunque eso no quita la impresión de que estamos perdidos en la nada y de que no alcanzamos a vislumbrar como iremos a salir de esta. Hoy, las cosas de siempre están lejanísimas en el tiempo y el espacio.
Cuatro toros de Tenexac sin carteles que los anunciaran, las taquillas cerradas y para mí, una invitación muy especial que no he aceptado. Los tendidos vacíos y diez afortunados, ¡carajo!, pudimos ser once. En mi memoria acometen toros cárdenos de hocico chato y divisa verde, roja y negra. Prontitud, movilidad y fijeza son las columnas angulares de su bravura que no ha desfallecido, son la taurofanía de una fiesta que se está muriendo. Pude haber sumado un toro de bandera más a una colección que guardo con gratitud y cariño en el arcón de mi memoria. Los que amamos las corridas somos un entramado de recuerdos y los toros no son un espectáculo, ni un arte, ni un rito, ni ninguno de esos argumentos retóricos que esgrimimos los aficionados. Los toros son nostalgia.