Es que el incidente es de colección. Uno no sabe si partirse en dos de la risa o ruborizarse a punto rojo tomate de pena ajena. Imaginen la situación: Plaza de toros de Ávila, con sus banderas de color rojo y gualda, y sus espectadores a dos metros entre uno y otro. El Calita está lanceando de recibo a su toro cuando Finito de Córdoba, recién entrado al callejón, todavía está destilando los últimos vapores de adrenalina. El matador cordobés realizó una faena ni buena ni mala, que remató con pinchazos y una estocada tirándose a matar cuidando su sana distancia, o sea, al cuarteo para evitar un encuentro comprometedor. Desde el tendido, un espectador molesto reclama al coleta mostrándole su entrada. Finito lo encara y pregunta: “¿Cuánto te ha costado?” . La respuesta es inmediata: “Cuarenta euros”. Alguien de la cuadrilla le pasa a su matador dos billetes de veinte, éste se los da al reclamante y “tuti contenti, no encabronati”.  

El aficionado guarda el dinero al tiempo que una mujer le recrimina su actitud. Los que están cerca se ponen de pie y no se me calienten cazuelas, las cosas empiezan a prenderse. Finalmente, llegan los policías y sacan al tipo. Fin del episodio.

Para que vean lo bonito y mercadotécnico que se está poniendo el sistema neoliberal de la fiesta de toros, al espada cordobés le han sacado los colores del rostro y atendiendo al lema: “Su completa satisfacción o la devolución de su dinero”, ha preferido indemnizar al quejoso; servicio al cliente, sí señor.

Ante una reclamación como esta, es decir, sin diplomacias y plantando cara, he escuchado a otros toreros con muchos cachetes y muy poca vergüenza, en completo estado de cretinismo, contestar al reclamante que baje al ruedo a torear. Respuesta que además de ordinaria, no tiene sentido. Olvidan esos profesionales que el que reclama es arquitecto, pensionado, plomero, comerciante, lo que ustedes gusten, pero no torero. Además, el que se mete a matador de toros es una figura pública y si cobra por demostrar su arte, oficio y destreza, debe aceptar las críticas y el descontento. Y digo profesionales porque el concepto tiene su guasa. Imaginen a un paciente diciendo a su médico que el tratamiento no ha disminuido los malestares y al galeno en vez de cambiar la receta, con una mano en la horquilla, mandar al paciente por las cocas con más cinismo que el de un magistrado: Pues, mire, si no le parece, cúrese usted mismo. Olé, artista.

Me pongo a pensar, el asunto tiene huevos. Puestos a devolver las entradas por engañifas, triquiñuelas e ineptitudes, a algunos matadores que he visto repartirla con queso, no les alcanzaría un préstamo del Fondo Monetario Internacional, para indemnizar a todos los que han llevado al baile.