Junto con la tragedia de Manolete se dio otra que dejó lastimado para siempre al hombre que la sufrió. El drama comenzó en el momento que el diestro cordobés, en -y con- la suerte contraria, se volcó lentamente sobre “Islero” de la ganadería de Miura. Mientras el matador encajaba el estoque, el toro, por su parte, hacía lo propio con el pitón, lo prendió en el ángulo interior del triángulo de Scarpa. Acto seguido, vino lo de la mítica equivocación, los que levantaron al torero lo condujeron a una puerta equivocada y tuvieron que rectificar, un reguero de sangre señalaba en la arena la ruta del error. Por fin, alcanzaron la enfermería y a Manolete lo dejaron en las manos del doctor Fernando Garrido. Eran las seis de la tarde con cuarenta y dos minutos. La cornada era gravísima, pero no mortal de necesidad.
Según los biógrafos del coleta, el médico ligó las femorales, colocó los drenajes del caso, sacó al herido de la conmoción e hizo las transfusiones pertinentes, que por cierto, eran directas del brazo del donante a la extremidad superior del receptor. El corneado, poco a poco, se iba recuperando.
Entonces, la leyenda emprendió camino: “¡Ay, Pelu, cómo me duele hoy la ingle!, “… avísenle a mi madre”; otros señalan que las verdaderas palabras fueron “avísenle a Antonia”; dicen que Manolete preguntó si había cortado la oreja y que pidió un cigarrillo.
Pasada la medianoche, de Madrid llegó el suero, lo llevaba el doctor Giménez Guinea. Era el famoso suero noruego sobrante de la Segunda Guerra Mundial, se lo ponen y el desenlace se aproxima. Manuel Rodríguez clama: “No le veo, don Luis”. Manifiesta que le duelen los riñones y que no puede mover las piernas. Finalmente, llega el choque anafiláctico y muere. Palabras y más palabras, si fueron dichas o no, lo cierto es que en el toreo nos gusta exagerar las cosas, tal vez por ello, cuando se ponderan maestría y valor, -también bravura- la figura de retórica que más se usa en el texto taurino es la hipérbole.
Con la muerte del figurón surgieron los cuchicheos, las acusaciones veladas, las calumnias, el que murió era el Monstruo de Córdoba y tenía que haber un culpable y, cosas de la mezquindad humana, no iba a ser el toro. Desde luego, el doctor Garrido era el más propicio y muchos lo hicieron responsable. Lo que no todos saben es que el médico era amigo del torero, por ello, la presión para el cirujano fue triple: en su quirófano tenía a un hombre con una cornada gravísima; además, era la figura más importante de la época -y con el tiempo, uno de los más grandes toreros de la historia, efecto que el médico vio consolidarse-; además, había una relación cercana.
Desde entonces, el doctor Fernando Garrido Arboledas llevó a cuestas esa tremenda carga y lo sufrió mucho. El titular de los servicios médicos de la plaza de Linares, fue acosado por periodistas, cuestionado en congresos, criticado por los que tienen la lengua suelta. Por si faltara, también fue acusado de complicidad porque nunca culpó a nadie en busca de aliviarse.
La cornada de Linares se consolidó con muchas aristas. Es que, en el arte que se da en complicidad con la muerte, a la gente del toro, paradójicamente, nos sorprende mucho que a un torero lo mate un toro. Lo escribo porque hoy, veintiocho de agosto, también se cumplen setenta y tres años de la tragedia del doctor Garrido.