Alguien subió la efeméride a una red social y con ella me ha traído un recuerdo. El suceso que el aficionado refiere aconteció hace treinta y un años, el diez de septiembre de 1989, en las Arenas de Arles donde “Pañolero”, un cárdeno de Miura, quitó los pies del suelo a Christian Mountcouquiol Nimeño II y el destino señaló con el crujir de un leño partiéndose, que la caída de cabeza era para impedirle que volviera a torear jamás.
Con dos cervicales y la médula espinal hecha cisco, la vida de Nimeño II quedó anclada a una silla de ruedas y aunque con el tiempo, fue recuperando movilidad en las piernas y el brazo derecho, en lo que toca al ánimo, ese ya había quedado inmóvil para siempre y un día de noviembre de 1991, decidió morirse sin más designios ni voluntades que los propios.
De Nimeño II, -siempre hay que poner el ordinal, porque Nimeño I era su hermano Alain-, tengo uno de esos recuerdos que se guardan en los tesoros de la memoria. Fue en los comienzos de mi juventud, una tarde de toros en la Plaza México. Tercio de banderillas compartido con Antonio Lomelín. Clavar los arpones en todo lo alto era una consecuencia obligada, lo que ellos estaban haciendo eran travesuras de magos jugando con un toro.
La evocación es nítida, era una tarde nublada aunque la luminosidad de los dos toreros hacía resplandecer el ruedo en aquellos pares de banderillas alternados. Veo el círculo de arena con la luz dorada de del otoño. No sé de cierto, si mi mente tergiversó las cosas al recordar que Antonio Lomelín iba vestido de champaña y oro, y Nimeño II de espuma de mar ¿o era malva? también con bordados de oro. No importa. Cuando le tocaba turno a cualquiera de los dos, el matador-banderillero arremetía contra el toro y clavaba los gladiolos, convirtiendo la violencia de la acometida en armonía, en ballet de belleza fugaz en unos instantes y duradera para siempre en remembranzas. Luego, al emprender la huida a cuerpo limpio, el alternante alado y mágico se atravesaba entre los dos, para llevarse la fiera tras de sí como un cometa de cabellera negra. Por cosas así, José Bergamín, refiriéndose a la tauromaquia, escribió eso de “…las artes mágicas del vuelo” y nosotros los aficionados cuando contamos alguna hazaña como la de ese tercio de banderillas, lo enfatizamos con una hipérbole feliz y muy afortunada: ¡torearon como los propios ángeles!.
Algunos años después, vino la tremenda cogida y más adelante, la decisión determinada de segar su vida, cerrando así la historia de una vocación. El territorio que desde niño Chistian Mountcouquiol soñó con atravesar y que terminaba en la frontera de la corrida de Arles, había sido recorrido.
Como un sueño, el recuerdo luminoso de aquel tercio de banderillas es el bellísimo legado que a mí me dejó Nimeño II, y lleno de gratitud como lo estoy, lo que pueda escribir no alcanza para relatar la belleza de lo acontecido esa tarde jubilosa. Hacer esa descripción es asunto de poetas. Me pregunto, por ejemplo, si ¿Jaime Sabines era aficionado a la Fiesta? y si, ¿los habrá visto jugar con el toro aquella tarde?, si no, por qué escribió eso de: “Ocurre que la realidad es superior a los sueños. En vez de pedir “déjame soñar”, se debería decir: “déjame mirar”. Juega uno a vivir”. Así que, déjenme mirar en la luminiscencia de la memoria como se incendian esos dos toreros y se elevan al cielo.