A veces, cuando la tarde se prolonga y me queda tiempo, abro mi colección electrónica de fotografías en blanco y negro -que sean en esos matices es un requisito indispensable- y pongo música: “Till”, interpretada en italiano por Caterina Valente; “Loves been good to me” con Frank Sinatra, desde luego, y “Moon River”, que cuando la quiero escuchar cantada busco el video de Andrea Bochelli y si no, la versión de 2Cellos es muy buena. Son canciones que, es una suposición, les gustarían a ellas. Mientras tanto, paso despacio y una a una, las imágenes de esas mujeres a las que lealmente, desde joven, guardo en el corazón.
Audrey Hepburn, al igual que Twiggi, la supermodelo inglesa que cambió el discurso de la moda, vinieron a romper los moldes estéticos. Eran los tiempos de gloria de hembras voluptuosas. Anita Ekberg y Sophia Loren partían el bacalao. Marilyn Monroe, Gina Lollobrigida, Silvana Mangano, Claudia Cardinale y, naturalmente, Brigitte Bardot, lucían como obras supremas del domingo bíblico. Sin embargo, Audrey Hepburn -en contraste- daba una imagen candorosa y grácil más que sexy, muy delgada, alta, de poco busto y cadera discreta; su cuello, tan elegantemente largo, estilizaba aún más su figura.
Ustedes se dirán, buena está una columna taurina que habla de asuntos del corazón. Es que corren muy malos tiempos para escribir de toros y mi psicoanalista, coordinado con el gastroenterólogo, me han recomendado que evite a toda costa tocar el tema pesimista y vigente de que a la tauromaquia, debido a la apatía de la gente del toro, se la está llevando el carajo. Por lo que, buscando tema para hoy, me llamó la atención una efeméride que refiere el nacimiento de Antonio Ordoñez. Fue el 16 de febrero de 1932 y metido en esas lecturas fragmentarias que hacemos los lectores de esta época, dando saltos de página en página electrónica, como una ardilla de una rama a otra, caigo en un blog que refiere lo del amorío de Ordoñez con la protagonista de “Desayuno en Tiffany’s”.
Se conocieron una tarde en que el actor y director Mel Ferrer, esposo de Audrey Hepburn la llevó a los toros. Tal vez, no fue el estilo purista del diestro rondeño lo que cautivó a la actriz -ella, seguramente, no sabría nada de eso- pero sí la belleza inconmensurable del toreo de Ordoñez, sumada a la rama de laurel que corona la cabeza de los héroes de los ruedos, fueron lo que hicieron que se fijara en él. Es que eso pasaba entonces, las estrellas más brillantes del cine mundial iban a España y parte del recorrido turístico, incluía el vivir un romance con un matador de postín.
El hecho sucedió en la época en que Antonio Ordoñez estaba sentado en el trono del toreo y el universo giraba en torno a él, tanto que el premio nobel de literatura, Ernest Hemingway, viajaba de plaza en plaza haciéndole compañía y Orson Welles, se hospedaba en la finca del torero.
No sigo leyendo acerca del amorío. Soy de la idea de que mientras menos sepa yo de las vidas de mis amores de celuloide, es mejor. Adentrarse, muchas veces es sumirse en fango y darse de lleno con la condición humana; entonces, uno se entera de sobredosis, infidelidades y cánceres. Para qué saber más. Así, en la ignorancia, ellas siguen siendo ángeles misteriosos. Mitos envueltos en la niebla de la gloria. Son la cara sonriente de sus mejores tiempos, emblemas de la belleza sublime, símbolos de mi amor contemplativo. Que Audrey Hepburn, con o sin el maestro Ordoñez, se quede ahí, impecable, sofisticada y dulce como ninguna, sombrero y boquilla humeante, con su rostro perfecto, su cuello olímpico y sus labios armónicos que enmarcan esa sonrisa en blanco y negro de jazmines eternos.