El último día del año pasado se publicó un decreto presidencial con eco en la plática nacional por lo sonoro del tema, prohibir los usos del glifosato y maíz genéticamente modificado.
Con este decreto, y de la mano de las Secretarías de Medio Ambiente, Salud, Desarrollo Rural y el CONACYT, se busca para el 31 de enero de 2024 lograr una sustitución total del glifosato. Las argumentaciones principales son contribuir a la seguridad alimentaria y como medida de bioseguridad y protección a la riqueza biocultural.
Promovido y ratificado en abril, Monsanto, la ahora filial de Bayern que inventó y produce el compuesto, obtuvo una suspensión provisional por un juez de distrito al argumentar que el decreto no se respaldaba en evidencias reales. Unos días después la SEMARNAT interpuso un recurso de queja al argumentar que prevalecen las medidas de salvaguarda aunque no se tenga certeza científica o técnica al respecto.
A este estira y afloje que comenzó hace más de 25 años seguramente no se le ha visto el último capítulo, por lo que es pertinente entender los conceptos de la discusión. El glifosato y los transgénicos son un tándem de conceptos controversiales en el grueso de la población, especialmente en un país como México que tiene adosados conceptos culturales-históricos al cultivo del maíz-milpa.
La realidad nacional
El glifosato es el compuesto herbicida más utilizado en el mundo; este actúa a través de las hojas matando un amplio espectro de hierbas y arbustos. Por esto desde los 70s ha sido utilizado ampliamente en diversos usos como la erradicación de malezas en banquetas, rociar con avionetas campos de coca en Colombia o permitir la agricultura moderna.
Los cultivos transgénicos son aquellos que a través de una modificación intencional se les ha colocado genes ajenos al propio organismo, dándoles propiedades nuevas como defensas ante plagas, síntesis de nuevos nutrientes o resistencia ante sequías.
Un gen de una bacteria, con la capacidad de resistir al glifosato, fue extraído y colocado en diversas plantas desde los 90s; soya, maíz, sorgo, canola, alfalfa, algodón, trigo, entre otros. Tener cultivos capaces de resistir un químico que mataría todas las otras plantas supuso una revolución en cultivos de grandes extensiones, donde el control de especies invasivas es fundamental.
Sin embargo en México la realidad del uso de glifosato es otra, en el país no existen cultivos transgénicos que dependan de glifosato para su rentabilidad. El agroquímico es una herramienta para el control de malezas de gran utilidad, bajo costo, que disminuye enormemente la laboral manual de deshierbe. Las narrativas son ciertamente importadas cuando se analiza que solamente se prohíbe un agroquímico, uno, y solapa moléculas como el 2,4-D de la Segunda Guerra Mundial o el internacionalmente prohibido Paraquat.
Es importante recalcar que aunque la capacidad cancerígena del glifosato está en discusión, su toxicidad no, por lo que de ninguna manera se busca ser una apología para el uso indiscriminado de químicos. El uso adecuado del glifosato es etiquetado por la OMS de baja toxicidad. A la vez que el controversial estudio Seralini, en el que asociaciones como Greenpeace basan sus reclamos cancerosos, ha sido retirado por graves fallas metodológicas.
Las declaraciones del Ejecutivo, impulsor del decreto, nos dan un atisbo de su visión del campo: “no descartar el machete y la tarpala y dar trabajo a la gente, o sea hacerlo manual”.
Las tecnologías del milenio pasado siguen aquí, y el azadón es un útil compañero de los millones de milperos de este país y quienes practican agriculturas de baja escala, pero estas no tienen la capacidad de generar las certezas agrícolas, ni las capacidades competitivas o las economías de escala con las que pelea todo el mundo y con las que se mueven los mercados agroalimentarios globales. La edad de piedra no se terminó porque se acabaron las rocas pero porque aprendimos a manejar el cobre.