La inauguración próxima —nomás que empiece el sexenio— del nuevo «Centro de Bienestar de Seres Sintientes», en el parque Flor del Bosque, en Amozoc, nos llevará a una reflexión incómoda sobre el lugar que ocupan los animales en nuestra civilización.

El pulso animalista de Michele Islas Ganime —licenciada en Derecho BUAP y excandidata a diputada— anunciada titular del centro, se siente. Es bonito ver «bienestar» y «seres sintientes» juntos.

Sin embargo, la verdadera cuestión no es tener más o menos espacios para animales protegidos, sino qué significa ser animalista en un mundo construido alrededor de la explotación animal. ¿Qué es lo sintiente, quién lo define y por qué hacemos lo que hacemos?

Afirmamos que todos los animales (sic) sienten, con certeza casi religiosa de quien creció viendo películas de Disney, donde cada ardilla y pez tenía un alma sensible al filo de una melodía. De hecho, esta narrativa emotiva, tejida por décadas de bombardeo audiovisual, ha terminado por convencernos de que los animales son, de manera incuestionable, seres sensibles.

No obstante, esta certeza no nació de la ciencia, sino de la fantasía; y ahí radica el problema: la moral moderna parece haber encontrado en la animación su brújula ética.

Hace poco, en el Reino Unido, se promulgó una nueva ley de bienestar animal. Esta cubre a cualquier vertebrado (conjuntamente nosotros los humanos), al mismo tiempo que crustáceos decápodos y moluscos cefalópodos. ¿Por qué tan específico?

Un extensísimo estudio estimó que las criaturas sintientes son aquellas que exhiben respuestas anestésicas, conductas de autoprotección ante amenazas y aprendizaje asociativo complejo; además de otras varias características. Siete criterios para otorgarles la categoría de «ser». Pero, aunque la ciencia ponga rigor, algunas amibas podrían catalogarse como sintientes bajo estos parámetros.

Si a veces no sabemos leer el sufrimiento en la mirada de un igual, ¿con qué soberbia pretendemos comprender el dolor de otros reinos taxonómicos?

Para ser coherentes con la lógica animalista el siguiente paso es claro: el cierre de los rastros en Puebla, en especial los avícolas, que representan la mayor fuente de sufrimiento animal en la entidad. Tan solo 404 millones de entes pollícolas a nivel nacional.

Pero eso es una tontería civilizatoria, y es que no estamos ahí, todavía. La ciencia no nos provee aún de soluciones suficientes para intentar prescindir de un elemento fundacional de nuestra civilización: la esclavitud de otras especies para aprovecharnos de sus cuerpos y trabajo. Verdades como son.

¿Quiere reformar de verdad esta verdad civilizatoria? Cultivo de tejidos y fermentaciones de precisión, así como legislaciones donde tener una mascota sea una obligación con la sociedad que le cueste a los dueños, no un derecho universal que se proyecta en la azotea.

¿Quiere hacerle al tipitoche? Parece que bastará con darse una vuelta a Flor del Bosque cualquier día de los siguientes seis años.

Aguas con la Corte

La virtual impostura de un poder sobre otro —ejecutivo sobre Judicial, el legislativo ya es suyo— romperá una cantidad de diques de estado de derecho que pocos pueden anticipar en su totalidad.

En menos de un par de semanas la reforma constitucional sobre las concesiones de aguas comenzará a gestarse de la mano de CONAGUA y SEMARNAT. Los ejidos, los peores derrochadores de agua del país parecen no estar en la mira, pero sí la iniciativa privada representada en embotelladoras, mineras, cementeras y similares. Cielo raso, aguacerazo.