Una de las características principales del hombre es su capacidad de comunicación. Los seres humanos creamos y usamos lenguajes para comunicar lo que somos y lo que sentimos.

Uno de los lenguajes más poderosos para comunicar nuestras emociones es el arte. Las disciplinas artísticas, desde la música hasta el cine, son un sistema para transmitir sentimientos e información.

El lenguaje artístico se refiere a los códigos comunicativos que un artista usa para transmitir su mensaje.

Parte de ese mensaje es estético, pero también debe provocar sentimientos, reflexión y otras interpretaciones consideradas por el autor. Esto lo entendía muy bien Rafael Gómez “el Gallo” cuando dijo que “el toreo es tener un misterio que decir y decirlo”.

La frase de El Gallo es muy poderosa. Habla del espíritu del artista, de lo que lleva por dentro. Pero eso no es suficiente, es necesario expresarlo.

Beethoven coincide al señalar: “Lo que tengo en mi corazón y en mi alma debe encontrar una salida. Esa es la razón de la música”.

Podemos pensar en tres niveles de percepción del lenguaje artístico. El primero es el encargado de llamar la atención. El artista necesita se intente entender ese misterio que quiere comunicarnos.

En una corrida de toros nos atrae el ambiente, los colores y los sonidos. El torero debe hacer que nos enfoquemos en su proceso creativo, en la transformación de la acometividad del toro en algo estético.

El segundo nivel se hace inconscientemente.  El observador contempla o escucha la obra y establece analogías en su mente.

Roger Scruton lo ilustra con un ejemplo musical: mientras que los sonidos como hecho físico pertenecen al territorio de la materia, para convertirse en música necesitan de la metáfora, porque es el símbolo o la alegoría la que define el objeto intencional de la experiencia artística.

Los sonidos pertenecen al orden de la corporalidad material, la música –o cualquier otra expresión artística-- al fenómeno como apariencia o manifestación de algo.

Cuando los dos primeros niveles de percepción han sido exitosos, en el tercer nivel se establece una especie de diálogo entre el receptor y el autor.

El aficionado a los toros se compenetra en la faena y se convierte en parte de la obra de arte.

Para Beethoven, la música debía hacer brotar la sangre del corazón del hombre y las lágrimas de los ojos de la mujer. David Silveti lograba tal comunicación con los aficionados que potenciaba lo que decía Beethoven.

Recuerdo al Rey David vestido de tabaco y oro la tarde del 27 de enero de 1991. Presumido de la Gloria era un toro agarrado al piso. Silveti se colocó en terrenos comprometidos.

Después de un pase muy ajustado fue prendido aparatosamente. David se levantó sin verse la taleguilla que estaba desecha. Le instrumentó un natural terso, largo, casi en cámara lenta.

Se cruzó para ponerse aún más cerca de los pitones y ejecutarle otro natural rematado con un pase de pecho. Levantó la cara y, conmovido, comenzó a llorar. La plaza estaba enloquecida. Muchos atónitos, sollozábamos con él.

El filósofo polaco Władysław Tatarkiewicz decía que “el arte es una actividad humana consciente, capaz de reproducir cosas, construir formas o expresar experiencias, si el producto de esta reproducción, construcción o experiencias puede deleitar, emocionar o producir un choque”.

Estas actividades, que en la tauromaquia —al estar presentes la vida y la muerte— alcanzan su expresión máxima, son lo que nos hace humanos.