En la radio escuché a la filósofa Elsa Punset decir que tras la pandemia, existe gente que tiene miedo a salir y sobre todo, a volver a la normalidad de antes.
Lo aterrizo en mi mundo, ya saben que todo aficionado que se precie, convierte cualquier hecho de la vida en un asunto del toreo. Se acerca el final del confinamiento y me pesa imaginarme en el tendido mirando lo que desde allí, en el pasado, vi tantas veces. No tengo miedo, tengo pavor de volver a sufrir lo que en los toros padecía antes. Veo videos, fotografías, leo crónicas de las corridas que se han dado las últimas semanas y se los juro, no quiero volver a la vieja normalidad y clamo ¡piedad!
Vamos a hacer una saludable catarsis. Imaginen. Compro mi entrada con la ilusión de un primerizo acercándose al teibol dans. Es que la ganadería anunciada para este día ficticio, cría toros verdaderamente bravos. Además, un taurino me ha dicho que estuvo en el apartado, que el encierro tiene años y está cachetón. Venga el arte, hoy toca delicatesen.
Los clarines llaman a cuadrillas y bendigo a todos los que me heredaron esta afición de gloria. Aparecen los toreros, verde botella corinto, y -por supuesto- purísima, los vestidos de los tres diestros son bordados en oro. Aplaudo con admiración a los héroes que firmaron contrato para matar media docena de merengues encastados.
Ya está cada torero en su sitio, suena la trompeta del apocalipsis y se abre la puerta de toriles. Salta a la arena un pavo cárdeno -me gustan los grises- que se arranca de largo en galope franco a los burladeros; la cosa empieza bien, me digo. El morito cambia de rumbo y se acerca al lado del ruedo por donde me encuentro. Primer impacto en mi horquilla, le recortaron los pitones más que el gobierno de México recorta el presupuesto de Cultura.
Bueno, como quiera es un toro, me doy alientos. Salen los picadores. En lugar de una puya lo que el jinete trae en la mano derecha es un taladro de perforación Bulldozer; el ganadero indolente observa como le pulen la maraca a su pupilo. El hecho, yo lo disfruto como disfrutaría una soberana patada en las joyas de la familia. Desde luego, después de pelear en el peto, los pitones han quedado como escobeta y hasta José Feliciano podría asegurar que le dieron serrucho.
La sangre del toro brota como manantial y escurre hasta las pezuñas. Empujado por su casta todavía acomete en banderillas. A estas alturas, los papeles se han trastocado y el único héroe que hay sobre la arena es el morlaco.
Cuando empieza la faena de muleta el cornúpeta, desangrándose, se ha quedado casi parado, entonces, viene el torerísimo gesto al que llamo “adorno de la falsa imputación”. El maestro que ovacioné al abrirse la puerta de cuadrillas, se ha transformado en un fantoche que pretende hacer embestir a un animal agonizante. Con el toro ahogándose, el diestro lo señala y moviendo la cabeza muestra su enfado; “¡mardita suerte, cómo me fue a tocar este marmolillo!” El numerito se lo compran muchos tontos y tiene su arrastre.
Cierra la lidia con un bajonazo, no están de más las precauciones, despuntado y moribundo, no deja de ser un toro y “hasta la vista beibi”. Luego, se va a los medios a saludar al respetable que no respeta nadie y gira el dedo índice en alto; algunos piensan que está ofreciendo una reivindicación en el siguiente bovino de su lote; pero yo sé que nos está diciendo que en el otro, también nos la volverá a sazonar con queso.
Está de más decir que lo relatado, se repetirá otras cinco veces durante la tarde. Ahórrense escribir para decirme, que a ver si en el ruedo soy tan guapo como con las teclas; de una vez, les respondo que yo no porto coleta; soy escritor y profesor, y las dos cosas las hago con mucho decoro. Coincido con la señora Punset y lo aplico al arte de Cúchares, no quiero regresar a lo mismo de antes y sí deseo que la tauromaquia cambie a mejor. Mientras tanto, no más frustración, estrés, ni disgustos, si no es a una plaza verdaderamente de primera, me da mucha pereza ir a los toros.