Cuando percibimos una amenaza externa, los taurinos nos manifestamos en público para defender la fiesta brava.
Hace unos meses, ante la intentona de prohibir los toros en Puebla, la afición salió a las calles para hacerle ver a los políticos el error que estaban cometiendo al atentar contra una tradición que en la ciudad era centenaria.
La semana pasada, ante la posibilidad de la demolición de la Santa María de Querétaro, los taurinos se dejaron ver en las redes sociales.
Las propuestas van desde convertir la plaza en patrimonio cultural de la humanidad, hasta en hacer una coperacha que supere la oferta económica que por el inmueble realiza una cadena de autoservicios norteamericana.
Sin que quitarle mérito a esos esfuerzos que demuestran la unidad y la pasión de los aficionados, quizá una defensa más sólida y sustentable sea ir a la esencia ética del espectáculo.
Una corrida de toros es un combate a muerte entre un ser humano y un toro bravo. Un enfrentamiento desigual, pero leal. Es disímil porque se enfrentan un animal fiero, indócil, con una energía al embestir que supera los cuatro mil kilos de fuerza; y un hombre dotado de técnica y astucia. Pero leal, porque el hombre combate al toro de frente, poniendo su vida en peligro y dándole las ventajas al toro.
El rejoneador Ángel Peralta resumió la ética de una corrida de toros diciendo que “torear es engañar sin mentir”. El hombre debe enfrentarse al toro poniendo en juego su vida, colocándose en la embestida natural del toro, lo que se conoce en el lenguaje taurino como “cargar la suerte”.
Esto implica comprometer sus partes más vulnerables y dejándose ver lo más posible, por el toro y por el público. Para poder matar al toro, el hombre debe exponer su propia vida. Como dice Francis Wolff, “si se vence sin peligro se triunfa sin gloria”.
La esencia del toreo consiste en respetar al adversario. El toro bravo embiste, hiere y mata porque esa es su manera de vivir, la única que tiene. Ser bravo es la razón de su existencia.
Privar a un toro de lidia de su bravura, volverlo manso o inofensivos sería, dice Vargas Llosa, condenarlo a su desaparición, volverlo a la nada. Al toro capado, Pepe Alameda lo llama un “no toro”. Es decir, el animal castrado usado en el arado es un buey o un “no toro”.
La corrida simboliza la lucha heroica y la derrota trágica de un animal que ha vivido, ha luchado y tiene que morir. La muerte del toro es el momento de la verdad.
El acto más arriesgado para el hombre en el que se tira entre los cuernos, perdiéndole la cara al toro, intentando escaparse de la cornada gracias al dominio que ha conseguido sobre su adversario durante la lidia.
Como lo expresa Francis Wolff: “la estocada es el gesto que finaliza el acto y hace nacer la obra; la estocada bien ejecutada, en todo lo alto y de efecto inmediato confiere a la faena la unidad, la totalidad y la perfección de una obra”.
Nada atenta más contra la ética del toreo que mentir. Por ejemplo, cegar al toro en el momento de la estocada, salirse de la suerte al tirarse a matar o ponerse de rodillas cuando ya hayan pasado los pitones. Trucos que parecen espectaculares, pero sin riesgo real. Efectos de farsantes.
Peor aún es manipular las astas de un toro. Rasurar los pitones es quitarle la verdad al espectáculo. Reducir el peligro y, por lo tanto, atentar contra la ética de las corridas de toros.
Lo que se conoce en el argot taurino como afeitado consiste en inmovilizar a un toro para que un individuo con un serrucho corte la parte dura del pitón, la almendrilla o diamante. La operación produce un sufrimiento mayor al que se provoca en la lidia, donde el toro no tiene posibilidad de defensa.
Joaquín Vidal llamó al afeitado un derrumbamiento psicológico: “Cuando se suelta al toro, ya es otro animal. Carece de tacto, se resiste a cornear con unos muñones que le arden, pierde el apetito, no duerme. La herida se le infecta y entra en estado febril. Pero, principalmente, sufre un derrumbamiento psicológico. Sabe que ha perdido el símbolo de su poderío. Cuando salga de la oscuridad del toril y aparezca en la arena, será un animal enfermo y derrotado” (El País, 10 diciembre 1983).
La defensa de la tauromaquia, entonces, empieza por cuidar la ética del toreo. Para ello, el toro debe salir al ruedo en puntas.
Nos vemos la próxima semana y que Dios, reparta suerte.