Hacia la tercera semana de mayo México veía venir la muestra más tangible de nuestra relación con el norte de África, la capa de aire sahariana. Cada año hasta 60 millones de toneladas de polvo del desierto del Sahara, hecho de partículas de fósforo, mercurio, hierro y sílice, atraviesan hasta siete mil kilómetros de distancia impulsadas por corrientes de aire. Estas partículas, con mínimo efecto para el ser humano y que cubren una superficie del tamaño de Estados Unidos, suelen afectar de mayor manera a la península de Yucatán y a estados del Golfo de México. Sin embargo, el principal efecto geopolítico de la zona apenas se está gestando: la República Árabe Saharaui.
El territorio llamado “Sahara Occidental” ha sido proclamado independiente por el Frente Polisario, un remante histórico de la época de la Guerra Fría, que busca instaurar un territorio-nación autónomo en franca disputa con Marruecos. La nación marroquí clama que el territorio es suyo, entremezclando décadas de conflictos colonialistas donde se involucra España.
México, desde 1979, ha reconocido la República Saharaui junto a países que levantan al menos una ceja. Corea del Norte, Siria, Afganistán o Venezuela, por mencionar algunos.
Esta disputa territorial entre Marruecos y la República Saharaui parecería uno más de los problemas geopolíticos que pululan el planeta, pero esta región es hogar de uno de los elementos más relevantes para la agricultura global: los fosfatos.
El fósforo es uno de los tres elementos básicos, junto al nitrógeno y al potasio, para el crecimiento de las plantas que alimentan al mundo. Esta región del Sahara tiene tres cuartas partes de todas las reservas mundiales. Entre China, Estados Unidos y Marruecos se controla la mayoría de los fosfatos del mundo, mineral que deriva de los fondos marinos de la prehistoria, por lo que su intervención es fundamental para alimentar al mundo.
La mayor mina del mundo en producción de fosfatos, Boucraa, y el mayor puerto exportador de ellos, El Aaiún, solían ser españolas mientras que la zona permanecía como colonia de España en el Sahara Occidental, de 1958 a 1975. Tras la salida de España, y mientras se define la autoridad a cargo de los fosfatos, toda la exportación ha tenido carácter de ilegal, lo que ha evitado, por ejemplo, que Estados Unidos pueda importar material a su territorio.
Esto ha sido eludido por nuestro vecino al norte gracias al puerto de Veracruz. México se ha vuelto en el segundo importador de fosfatos del mundo de esta región, debajo de la India, partiendo de importar cero toneladas a casi cuatrocientas mil. Las importaciones, a través de la empresa Innophos Fosfatados de México, poco beneficio le traen a la agricultura mexicana, puesto que la empresa no es más que una fachada para triangular recursos para Estados Unidos.
México, en su afán de ser adalid del Gran Sur, históricamente se decantó por la República Árabe Saharaui, pero la Secretaría de Relaciones Exteriores y Turismo, junto al Senado, han torcido hacia Marruecos. La gestión para llevar un vuelo de Casablanca al aeropuerto Felipe Ángeles, a través de la aerolínea estatal Royal Air Maroc es un ejemplo de ello. Los elogios de la senadora Sánchez Cordero al gobierno femenino de ciudades como Casablanca, Rabat o Marrakech es otro.
El presidente español Pedro Sánchez apostó, tras décadas de incertidumbre, apoyar al plan de Marruecos para una sola nación, particularmente por la crisis energética y la importante importación de hidrocarburos de esa zona. México, que ha jugado ambos bandos, al grado de convertirse en el mayor importador en el continente de fosfatos, deberá tomar partido en un futuro cercano. Las carambolas de varias bandas suelen tomar desprevenidos al campo mexicano, pero uno de los tres elementos químicos más importantes para la agricultura nacional está en juego. Faltará ver por cuál se decanta nuestro señor presidente, esperando no solo quiera llevarle la contraria a aquellos españoles que nos conquistaron hace quinientos años.