Ciencia, industria y tecnología, una fe ciega en la razón y el avance imparable del progreso. Le sonará a una vigente discusión de nuestros tiempos, pero esta breve descripción definía al siglo XIX. En un ambiente de violentos cambios y una atmósfera de incertidumbres la sociedad se convulsionó.
Las transformaciones que vivió la sociedad de la revolución industrial nos son tan cercanas que no podemos imaginarlas lejanas. Por ejemplo, el orden social, cuestionando los roles de género, especialmente el lugar de la mujer, que fue radicalmente redefinido.
Un mundo veloz y explosivo construido en base al acero, los trenes y la producción masiva nos entregó expresiones culturales insospechadas. Romanticismo contra ilustración, sentimientos contra razón.
La cultura en sí no supo que rumbo seguir. Los sentimientos nos guían con una apremiante necesidad de ser expresados, sin importar romper los cánones. Sin embargo, la fría razón de los números y el mercado llevan casi todos los aspectos de nuestras vidas. Este conflicto, sin embargo, está fundado en los avances de la época. Nunca antes la calidad de vida permitió que tantos intelectos y mentes se pudiesen dedicar a las expresiones culturales.
Todo esto viene a colación por la nueva época en la que vamos entrando de lleno y su relación con el arte.
El arte de nuestros tiempos está amarrado a lo mercantil. Para poder ser creado primero tiene que ser financiado, y para ello debe ser vendido. Puede haber diversos gustos, pero no son más que diversos mercados.
Poco a poco estamos abandonando los tiempos de extraer para movernos a los tiempos de crear. Inteligencias artificiales, biotecnología médica, nanotecnología en materiales, ediciones genéticas y exploraciones siderales.
¿Qué arte y cultura crearemos con todo el tiempo libre que nos quedará, cómo se verá?
Permítame presentarle, a manera de ejemplo, algunos artistas que ya han rozado ese futuro.
Alicia King, australiana, elabora sus obras con materiales tradicionales, como vidrio, acero y resinas, pero también levitadores electromagnéticos y elementos orgánicos de la propia artista. Su obra Elipsis se mantiene en suspensión, gracias a magnetos de neodimio, células de queratina cultivadas de la piel de la artista.
El británico Marc Quinn, quien obtuvo popularidad por una serie de retratos y esculturas elaborados con su propia sangre, saltó al mundo de la biotecnología al extraer su ADN, insertarlo en una bacteria, reproducirla y preservarla en un ambiente controlado. Potencialmente Quinn puede ser clonado casi infinitamente de este reservorio genético.
ORLAN, seudónimo de una artista francesa, ha realizado performances donde múltiples fuentes de su tejido se extraído sin anestesia, lo que le permite narrar la experiencia en tiempo real. Aquellos museos que han expuesto su obra han debido aceptar la condición de presentar su obra tras su muerte, creando un tipo de reliquias religiosas modernas. Llamar a su obra La Reencarnación de Santa ORLAN parece prudente.
AIVA es el nombre de una inteligencia artificial luxemburgués capaz de generar sinfonías musicales clásicas inéditas. Actualmente su trabajo, con propiedad intelectual registrado, es usado para comerciales y videojuegos.
DALL-E, un conjunto de redes neuronales alimentada de billones de imágenes en internet, puede generar imágenes a partir de comprender casi cualquier texto. Un edificio vestido de charro al estilo de Picasso le puede parecer una premisa complicada y ridícula, para el software no es más que una instrucción para generar una obra de arte única.
Los ejemplos dados aquí varían entre lo experimental, lo ridículo y lo desagradable, pero arañan futuros artísticos donde a duras penas podemos comprender si siquiera el arte humano requerirá de humanos para florecer, o lo que será el arte en nuestro futuro.