En el mapa mental del turismo contemporáneo las coordenadas ya no se dictan por la geografía, sino por el guion. El turista moderno no viaja: transita un itinerario coreografiado, cuidadosamente ajeno a todo imprevisto. Y en este teatro del descanso las grandes compañías han encontrado el modelo perfecto: crear pequeños mundos dentro del mundo, islas privadas donde todo está controlado, medido y, por supuesto, cobrado.

Lo que antes era puerto hoy es decorado. Las playas ya no son territorios abiertos ni playas privadas. El nuevo modelo es de recintos blindados donde el paisaje es tan intervenido como el menú del buffet. Todo forma parte de un ecosistema cerrado: se desembarca, se consume, se vuelve al barco. Nada entra, nada se mezcla, nada se deja. La experiencia vacacional se vuelve una cápsula de placer sin roce con la realidad, una versión estéril del trópico, diseñada no para conocer un lugar, sino para evitarlo.

Y en este nuevo modelo, el negocio es redondo. El viajero, ya no turista sino usuario del sistema, paga en la misma taquilla por la excursión, por la sombra, por el coco, por la foto. Todo el dinero circula en los mismos bolsillos, como si el mar no separara países sino cuentas bancarias. Afuera, los vendedores de siempre miran desde la reja. Adentro, todo es sonrisa de uniforme.

México, con su costa vendida en folletos desde hace un siglo, se prepara ahora para ser anfitrión de uno de estos enclaves, un enclave perfecto, idílico, «Perfect Day México» en Mahahual, municipio de Othón P. Blanco, Quintana Roo, frente al mar Caribe.

Las promesas ya no necesitan ser la de siempre: empleos, inversión, progreso. Los beneficios se anuncian con altavoz, las condiciones se firman con letra chica.

Aquí no se discute la utilidad del turismo, sino la trampa de su versión híper privatizada. La que convierte el viaje en un simulacro, la playa en una franquicia, el contacto humano en un saludo de protocolo. La que desplaza al pueblo para instalar un spa, que sustituye la historia por un espectáculo con horario. Porque lo que está en juego no es sólo la economía, sino la forma en que un país decide presentarse al mundo: como anfitrión o como decorado.

El turismo, que alguna vez fue puente, se está convirtiendo en frontera. Una frontera que separa al visitante del habitante, al disfrute del entendimiento, al consumo de la experiencia. Y México, si no redefine con urgencia su papel en esta industria, corre el riesgo de convertirse en espectador de su propia caricatura. Un país no se desarrolla alquilando playas ni concesionando el mar, sino reconociendo que su mayor riqueza está en su gente y en su capacidad de ofrecer algo más que un día perfecto.

En este escenario, el futuro no se disputa entre quienes vienen a descansar, sino entre quienes se quedan a vivir. Y es ahí donde México debe mirar con lucidez: el verdadero desarrollo no consiste en alquilar la postal, sino en construir un país que no dependa de ser escenografía.