Si usted piensa en biotecnología y el campo mexicano es probable que el primer concepto que le venga a la mente sean maíces transgénicos. Para nuestra fortuna y desgracia el maíz es tan fundamental en nuestra historia nacional que lo hemos colocado en un pedestal de bronce como el elemento cumbre de nuestro crisol mexicano.
A inicios de mes se cumplieron nueve años de la demanda colectiva conocida como “sin maíz, no hay país”. Un movimiento que, de manera general, buscó evitar la introducción de maíces transgénicos para proteger, ellos dicen, derechos culturales, a la salud y alimentación. Si le añade la narrativa de empresas transnacionales buscando apropiarse de la biodiversidad mexicana tiene todos los elementos discursivos necesarios para adecuarlo al movimiento político en el poder.
Esto lo vimos reflejado en el decretazo del presidente, a finales del 2020, donde prohíbe maíces transgénicos, y al herbicida glifosato le da hasta 2024 para ser eliminado gradualmente, mientras se le buscan “alternativas agroecológicas” que no existen en el mundo.
De manera muy general los cultivos transgénicos cuentan con ediciones genéticas inducidas por humanos para mostrar características deseadas. Las principales: resiliencia ante sequías, resistencia a insectos y tolerancia a herbicidas. El herbicida más común al que se otorga tolerancia es al glifosato. Riegas el herbicida y mata todas las otras plantas, permitiendo el crecimiento del cultivo deseado.
Sin embargo, el glifosato no solamente es usado en escenarios transgénicos, es el herbicida más usado en el mundo. Y cuando el presidente lo prohibió por decreto trastocó jurídicamente al campo mexicano.
Hay que entender que el maíz transgénico, tras la demanda antes mencionada y en el marco de la Ley de Bioseguridad de Organismos Genéticamente Modificados, vigente desde 2005, ya tenía nulas posibilidades de entrar a la agricultura mexicana. Que importemos maíz, algodón, soya y demás cultivos transgénicos es peccata minuta para el sanedrín moral del campo nacional.
No obstante, al prohibir uno de los insumos más utilizados en la agricultura, con un decretazo sin mayores fundamentos, el presidente entró en un desaseo legal y administrativo.
De esta manera, a través de un recurso de revisión, la semana pasada el juez Fco. Javier Rebolledo Peña, del juzgado sexto de distrito en materia administrativa en Ciudad de México, otorgó un amparo a la transnacional Monsanto. La casa química, diseñadora del herbicida, cuenta con registro sanitario vigente hasta 2026, por lo que la prohibición de importar 6 mil toneladas de glifosato el año pasado fue irregular por decir lo menos.
Junto a Monsanto otras 10 empresas interpusieron juicios de nulidad. Entre ellas Agricultura Nacional, mejor conocida en nuestro estado por el nombre comercial de sus productos –Dragón– y su planta productora en Izúcar de Matamoros, aquella que sufrió un accidente en marzo de 2010 en sus tanques de dimetoato.
La secretaría de medio ambiente federal (SEMARNAT) sin duda impugnará la decisión, tiene diez días para ello, pero los argumentos que pueda presentar difícilmente podrán refutar los argumentos, ya que, a decir del juez, el decreto carece de fundamentos ya que no precisa ni identifica evidencia científica para concluir que el glifosato es dañino para la salud o que el maíz transgénico afecta la seguridad y a la soberanía alimentaria.
Este decretazo enfrentó a dos bandos de MORENA. En una esquina y a favor: Elena Álvarez-Buylla, de CONACYT, y Víctor Toledo, ex secretario de SEMARNAT —reemplazado por Ma. Luisa Albores. En la otra y en contra: Villalobos, Scherer, y Romo, secretario de agricultura y ex consejero jurídico y ex jefe de la oficina de la presidencia respectivamente. ¿El presidente reculará y buscará impulsar la agricultura industrial para paliar la crisis alimentaria con el glifosato, o se atrincherará en una posición prohibicionista? De pronóstico reservado.