La ONU cuenta con un brazo especializado para erradicar el hambre y promover la seguridad alimentaria mundial, la FAO (por sus siglas en inglés). Desde 2017 hasta inicios de este agosto su oficina regional para América Latina y el Caribe, que atiende 33 países –México incluido –, había sido liderada por el sinaloense Julio Berdegué Sacristán, desde su sede en Chile.
Berdegué mantuvo una tensa relación con la actual administración federal. Las primeras puntillas vinieron con el inicio de la administración, al poner énfasis en la bajísima productividad del campo mexicano en los últimos treinta años. Por persona, durante ese tiempo, la productividad en México incrementó 52 por ciento, números respetables, pero en Brasil creció 380 por ciento y en Chile, 260.
La tensión con gobiernos nacionales se ensanchó con sus declaraciones de abril, cuando expresaba que “es difícil para un gobierno mantener la popularidad cuando tienes inflaciones de esos niveles”.
Las labores de la FAO son técnicas y humanitarias, lo vemos reflejado en su lema “fiat panis”; latín para “hágase el pan”. Pero una institución de este calado, con un presupuesto superior a tres mil millones de dólares, invariablemente termina haciendo política; “fiat res publica”.
Para esta nueva labor fue designado el periodista uruguayo Mario Lubetkin, con el propósito de ser un efectivo y conciliador comunicador. Lubetkin tiene en su pasado señalamientos turbulentos. Desde abandonar labores, hasta haberse apropiado del trabajo de su esposa.
Puede parecerle que estas organizaciones globales son mera burocracia, pero permítame exponerle dos escenarios –uno nacional y otro internacional– donde han repercutido.
Desde 2014 el ecosistema de la ONU ha emprendido una batalla contra los fertilizantes artificiales, argumentando que parte de los problemas medioambientales que vivimos se debe a su uso excesivo. La FAO ha respaldado esto con el lanzamiento – en 2018 – de iniciativas para escalar la agroecología.
La agroecología es entendida como cimentar la agricultura en procesos medioambientales. Abonos en vez de fertilizantes sintéticos, insectos benéficos en vez de insecticidas, rotación de cultivos en vez de monocultivos.
En 2019 en Colombo, capital de Sri Lanka, la FAO detalló un plan para reducir el consumo global de fertilizantes. Sri Lanka, al sur de la India, hizo ganar a un candidato presidencial que basó su campaña en vedar los fertilizantes. Para 2021 la prohibición entró en vigor.
Medio año después la principal industria agrícola de exportación, el té, se desplomó. El arroz, base de su alimentación, hizo lo mismo. Sin reservas internacionales, sin alimento, y con una inflación brutal, el gobierno federal fue depuesto por un movimiento popular que tiene sumido al país en una crisis humanitaria.
En México un ala de la 4T buscó lo mismo hacia finales de 2019. Un grupo encabezado por Víctor Toledo, ex secretario de la SEMARNAT, Elena Álvarez-Buylla, del CONACYT, y Crispim Moreira, ex representante de la FAO en México.
Del otro lado estaban Julio Scherer, Víctor Villalobos y Alfonso Romo, ex consejero jurídico, secretario de agricultura, y ex jefe de la Oficina de Presidencia, respectivamente. Romo y Scherer hicieron las gestiones nacionales, atrayendo a las poderosas embajadas de Alemania y Estados Unidos, llevando a la renuncia de Toledo. Mientras, Villalobos viajó a Roma – sede de la FAO – para exigir la renuncia de Moreira, quien a la postre fue enviado a Jamaica.
Existe una constante pugna por un grupo de élites – en Alemania, Holanda, Canadá y demás países – que busca decrecer las economías y con esto reducir el impacto humano en el medioambiente sin, paradójicamente, tomar en cuenta el impacto que esto tendrá en los humanos más desfavorecidos.
Atravesamos con peligro una crisis medioambiental y humanitaria, indudablemente, pero hay de dos. O innovamos la agricultura tradicional con eficiencia, o matamos de hambre a la mitad del mundo intentando salvar al planeta con dogmas verdes.