En el fin de semana en que se festeja la independencia de México, es menester recordar uno de los más celebres enfrentamientos taurinos entre México y España, que desató las pasiones tanto de hispanofóbicos como de hispanófilos y que tendría importante influencia en el futuro de la tauromaquia mexicana. 

Primero, un poco de contexto. Juárez prohibió los toros en 1867 y esto evitó que hubiera corridas en la capital mexicana durante casi 20 años. Sin toros en la ciudad de México, era menos atractivo el viaje de coletas de ultramar.

Por otro lado, el decreto juarista no incluyó el jaripeo (lazar y jinetear a la res) ni al coladero (derribar al toro en plena carrera jalándole la cola), lo que provocó que estas practicas se entremezclaran con las suertes españolas que había introducido el torero gaditano Bernardo Gaviño (1812-1886). 

Francisco Montes "Paquiro" (1805-1851) escribió su Tauromaquia completa en 1836, que había servido para establecer las reglas del toreo y la modificación del traje de luces. Es decir, era reciente la regulación de las corridas en España.

En México, el espectáculo era muy propio y bastante distinto. El torero tenía que lucir como buen jinete, domaba reces, vestía de charro, usaba bigote, ponía banderillas a caballo, lazaba a la res y mataba a pie, pero en forma muy distinta al volapié que había impuesto Joaquín Rodríguez "Costillares" en España.

La reanudación de las corridas en la capital mexicana en 1886 -como lo explica Enrique Olavarría (1961)- hizo que se construyeran nuevas plazas de toros.

Esto provocó un entusiasmo de toreros de ultramar de "hacer la América" y, con ello, se avivarían sentimientos de antiespañolismo y de su pasión opuesta, la hispanofilia o el amor por todo lo que viniera de España.

La fiebre taurina de los años de 1887 y 1888 provocó lo que se definió como la "edad de oro" de la tauromaquia en México (Vázquez Mantecón, 2001).

Los toros era la actividad en donde más dinero se gastaba. Para darnos una idea de la importancia de las corridas, enumeremos las publicaciones especializadas en el tema taurino que había en aquellos años en México: "El Arte de la Lidia", “El Monosabio”, "La Muleta", "La Banderilla", "El Arte del Toreo", "El Toreo", "El Correo de los Toros", "El Torero",  y "La Gaceta de los Toros" (González Navarro, 1957).

Ponciano Díaz (1858-1897) era el máximo representante del toreo mexicano e ídolo de la afición. Vestía de charro, con chaqueta de astracán, camisa encarrujada, banda de seda negra y zapatos de gamuza.

Ninguno de los toreros españoles como el Chiclanero, Diego Prieto "Cuatrodedos", José Machío o Rebujina, habían podido hacerle sombra. El diario "El Hogar" afirmó en 1886 que no había ningún torero español que estuviera a la altura del personaje nacido en Atenco.

Al montar a caballo, Ponciano destacaba por su arrogancia y maestría. Sus estocadas de "mete y saca" producían una gran hemorragia en el toro que provocaba el entusiasmo, reconocimiento y aplausos del público. La afición arrojaba naranjas o jarros de pulque a los toreros que mataban "al estilo español" y que no causaran en el toro hemorragias, como lo hacía Ponciano.

Fue entonces que la prensa anunció que llegaría a México la gran figura española Luis Mazzantini, conocido como "el rey del volapié". Mazzantini (1856-1925) era elegante, alto, garboso, blanco y decían que era tan galante ante el toro, como podía serlo un caballero con una dama. 

Su debut en Puebla causó tal expectación que fue a verlo el presidente de la República, Porfirio Díaz, a quien el torero vasco de origen italiano le brindó un toro. El cartel recalcaba  que los toros de San Diego de los Padres serían "picados, rejoneados y matados al estilo clásico de España" (Vázquez Mantecón, 2001).

La presentación fue un fracaso. No obstante, los hispanófilos lo alababan, justificaban su actuación por el juego de los toros, elogiaban su ropa bordada en oro y decían que hasta un ignorante podría apreciar, en su forma de vestir, el verdadero arte.

Los halagos de los hispanistas hicieron que llegara a la ciudad de México con un gran ambiente. Pero estuvo tan mal que, en la bronca, la gente destrozó las sillas de madera.

Se escucharon "mueras a Mazzantini" y "vivas a Ponciano", que no había toreado esa tarde. Se dice que dos piedras alcanzaron a Mazzantini, que tuvo que huir rumbo a los Estados Unidos y que se subió al ferrocarril aún vestido de luces.

En los diarios se generó gran polémica. Los favorables a España decían que el público se había comportado como léperos y que habían insultado a una nación amiga y a unos pacíficos huéspedes.

Decían que "los que errando la senda del patriotismo reclamaban que el verdadero arte del toreo era el de México, y Ponciano su profeta, se iban convenciendo de que se trataba de un espectáculo genuinamente español, que debía jugarse a la española" (Vázquez Mantecón, 2001).

En ese 1887 se estrenaron en la capital las plazas de "El Paseo" y "Colón" en donde se estipuló que se tenía que matar a los toros al "estilo español". La forma de matar al toro, se volvió entonces un asusto de identidad nacional.Ponciano Díaz prefirió torear en el resto del país en donde era el máximo ídolo.

Mazzantini regresó a México en diciembre de 1887. En esta ocasión vino con toros españoles para evitar que le sucediera lo de la ocasión anterior. Una muchedumbre lo recibió en la estación de Buenavista donde se entremezclaron vítores y abucheos. 

En su presentación en la ciudad de México, toda la plaza escuchó su brindis en el que, con voz de tenor, dijo: "Por la unión de México y España y por sus toreros" (Vázquez Mantecón, 2001). Volvió a estar muy mal y, a pesar del brindis, salió de la plaza apedreado.

Para desagraviar al público mexicano, actuó en una obra de teatro benéfica a la que también asistió don Porfirio. Los mazzantinistas llamaban a Ponciano "el indio" y lo contrastaban con el torero español que siempre aparecía vestido como todo un caballero.

En el periódico La Patria escribieron que Mazzantini era tan elegante que se distinguiría entre los toreros como "el aceite en el agua". Se estaba generando una ruptura en la sociedad mexicana.  Algunos los llamaban "la locura de los toros" y otros decían que la pugna que había en el público entrePonciano y Mazzantini era "el segundo cisma de occidente".

En el teatro Abreu se inauguró una zarzuela (letra de Juan A. Mateo y música de José Austiri) que narraba la rivalidad de los dos toreros. Y el músico Inclán

Luis Mazzantini seguía fracasando en todas sus actuaciones taurinas, pese a ello, los hispanófilos ensalzaban su garbo. En Orizaba, Mazzantini actuó como tenor en una zarzuela que se montó como homenaje el torero españolJuan Romero "Saleri" muerto en Puebla a consecuencia de una cornada. Este tipo de gestos hacía las delicias de su público.

El 8 de enero de 1888, Mazzantini toreó en la plaza Colón. Esa tarde el vasco estuvo un poco mejor que en otras actuaciones y los hispanistas le arrojaron sombreros, puros y hasta relojes con cadenas de oro.

El quinto de la tarde se lo brindó a Ponciano Díaz que estaba en el tendido vestido de charro. Después de la muerte del toro, el de Atenco bajó al ruedo y los dos toreros se dieron un gran abrazo.

A la siguiente semana, el 15 de enero de 1888, Ponciano inauguró su plaza de toros, la de Bucareli.  Fue uno de los momentos cubres en la carrera del torero de Atenco. La compañía de ópera italiana cantó un himno triunfal durante el paseíllo.

Un globo aerostático aterrizó en el ruedo de donde descendió Joaquín de la Cantolla y Ricopara abrazar al torero. La plaza se llenó y miles de poncianistas aclamaron al ídolo. Hubo coronas de laurel, bandas tricolor, palmas y hojas de papel volaron por los aires (Coello Ugalde, 2014)

Cinco días después, el 20 de enero de 1888, en la misma plaza de Bucareli, un festejo sellaría la paz entrePonciano y Mazzantini. Según explica el historiador José Francisco Coello Ugalde, fue la única ocasión en que alternaron juntos. Mazzantini coleó un toro e intentó, sin mucho éxito, ejecutar algunas suertes a caballo.

Los toreros se abrazaron en el ruedo mientras que hispanofóbicos e hispanófilos brindaron con champagne y gritaron vivas a México y a España.

Ponciano Díaz fue a confirmar su alternativa en Madrid en 1889. Mazzantini no regresaría a México sino hasta después de la muerte del torero de Atenco en 1897.

Actuó en nuestro país en las temporadas de 1901, 1903 y 1904. En sus últimas visitas ya se había normado en México "el toreo español" y se hacía una clara distinción de los jaripeos charros. 

La historiadora María del Carmen Vázquez Mantecón reflexiona: "Sin embargo, a pesar de las conciliaciones, la fiesta, inevitablemente, hace que afloren en algunos sectores algunos resabios no resueltos con lo hispano según se manifiesta en la historia de la tauromaquia mexicana a lo largo del siglo XX.

Me pregunto si habrá terminado, en nuestros días, esa cierta rivalidad entre lo mexicano y lo ibero en las corridas. Compiten los matadores hispanos y mexicanos por ser los triunfadores de la tarde y se habla con apasionamiento de las diferencias y virtudes de los toros y los toreros de ambos países.

Sigue habiendo iberos que triunfan en México y desatan grandes pasiones patrioteras como en los tiempos de Ponciano y Mazzantini. Quizá porque el toreo es una fiesta de opuestos: el sol y la sombra con sus públicos, el toro y el torero, el público y la autoridad, el torero y el público, el matador y el matado, la vida y la muerte.

Ritual pleno de metáforas, arte en tanto conjunto de conocimientos, reglas de la lidia y muerte del toro. Fiesta colorida y emocionante  que despierta lo que nos toca de sangre española, y que en cosos mexicanos vuelve a renovar cada tarde, entre otras cosas, las preguntas y respuestas que cada uno de los públicos, los de sol y los de sombra, nos hacemos respectivamente con lo hispano, en los complejos caminos de nuestra identidad" (Vázquez Mantecón, 2001, p. 191).