En una entrevista que le realizaron en Fórmula Taurina, el abogado Javier Jiménez explicaba que la Fiesta Brava en México enfrenta una guerra que se libra en tres frentes distintos: el judicial, donde se han presentado excesos de jueces como el que tiene cerrada la plaza México; el legislativo, en el que con frecuencia, como en esta semana, en congresos federales o locales se presentan iniciativas para intentar prohibir las corridas de toros; y en la opinión pública. Aunque independientes, las tres batallas están relacionados. 

Mientras no seamos capaces de mostrarle al gran público –la mayoría indiferente al debate que gira en torno a las corridas de toros– la riqueza cultural, los valores y la belleza que rodea a la tauromaquia, no habremos ganado la guerra.  

En las últimas semanas he participado en tres eventos que demostraron el estrecho vínculo de los toros con otras bellas artes y el carácter popular del espectáculo taurino. Me invitaron a Zacatecas, a Pachuca y al Zócalo de la CDMX.

Tres experiencias que me han marcado como taurino y que señalan el camino que se debería seguir para que la sociedad conozca más de esta fiesta que tanto nos apasiona.

En Zacatecas, Don Bull Productions organizó una serie de conferencias en el marco de la feria taurina. Se realizaron en el museo Pedro Coronel en donde montaron una exposición del pintor Pancho Flores. 

Rodeados por lienzos que la mayoría sólo habíamos visto en libros o en reproducciones digitales, se analizaron distintos temas vinculados con el pasado, presente y futuro de las corridas de toros. 

El salón fue insuficiente para dar cabida a la cantidad de gente que quería escuchar a los ponentes. Además de disfrutar de la majestuosidad de Zacatecas, tuve la suerte de interactuar con académicos, de conocer al artista Alfonso López Monreal y de dialogar con aficionados que demuestran su pasión por el toro bravo.

El Capítulo Hidalgo de TMX que preside Sonia Cristina López, me invitó a un singular evento cultural realizado en paralelo a las corridas de la Feria de San Francisco en Pachuca. Lo intitularon comunión de las bellas artes: Literatura, música y toros.

En un restaurante de la plaza "Vicente Segura" que se quedó pequeño para albergar a la cantidad de asistentes, alterné con la banda sinfónica Nopallán que dirige el maestro César Zúñiga y que nos deleitó con un concierto de pasos dobles. 

Después del aperitivo vino el plato fuerte. Para demostrar que los toros son alta cultura, Alejandro Moreno "Castelita", un niño de once años, partió plaza vestido de smoking, acompañado de una cuadrilla integrada por los alumnos de la escuela taurina "Jorge Gutiérrez" que dirige el matador Luis Gallardo. Todos iban vestidos de traje negro, caminaban y ejecutaban las suertes con elegancia y gallardía.  

Castelita toreó con oficio y valentía. Estuvo muy por encima de un eral al que entendió a la perfección, le dio la distancia adecuada y, por momentos, templó para deletrear unos lentos muletazos por el lado derecho.

No parecía un niño de once años, sino un experimentado torero. Como colofón a la "comunión de las bellas artes" unas manoletinas tan ajustadas que provocaron una emoción que en algunos llegó hasta la catarsis.

Tauromaquia Mexicana me invitó a participar en la Feria del Libro del Zócalo capitalino. Ahí la experiencia fue diferente. Llegaron los antitaurinos a intentar reventar el evento.

Traían pancartas con consignas. Me fueron rodeando. Aunque me sentía acosado, seguí hablando de "Radicalismo y Tauromaquia". Fui involucrando a los animalistas en mi charla.

Le expliqué público, que escuchaba atento, que las intenciones reales de los muchachos que sostenían las cartulinas eran humanizar a los animales y animalizar al ser humano. 

Con sus acciones, los activistas demostraban, como fanáticos que son, que tienden a vivir en un mundo de blanco y negro. Churchill decía que "un fanático es una persona que de ningún modo cambia de opinión y de ningún modo permite que se cambie de tema". 

El espectáculo era dantesco. Un académico hablaba de toros, estaba asediado de un puñado de personas con letreros agresivos, pero los asistentes escuchaban con interés y cortesía. Eso atrajo a mucha gente que, con curiosidad, rodearon la carpa.

Los antitaurinos demostraron que la marca distintiva e inconfundible del fanático es su ardiente deseo por cambiar a los demás, para que sean iguales a él.

Quieren imponernos una visión única. Que no haya ninguna diferencia entre personas o entre animales. Como dice el escritor israelí Amos Oz: "Todos debemos marchar juntos, en filas de a tres, por el camino que conduce a la luz de la redención (sea cual sea esa redención)".

El Zócalo de la CDMX fue testigo no sólo de dos visiones distintas del mundo, sino de dos formas diferentes de comportarnos ante el que piensa distinto.

Los taurinos lo hicimos con tolerancia. Escuché afable sus críticas y contesté con amabilidad sus preguntas. La tolerancia obliga a que respetemos a los antitaurinos de la misma manera que deberíamos respetar a cualquier persona que tenga valores diferentes –o incluso opuestos– a los representados por una visión antropocéntrica de la vida.

Tenemos que organizar más actividades como estas. Salir a la calle. Realizar espectáculos de toreo de salón a las plazas públicas. Enmarcar las ferias taurinas con eventos culturales gratuitos.

Que no nos avergüence ser taurinos. Como dijo Sebastián Castella: "Llenemos las plazas. Tomemos las calles. Son tan nuestras como de los prohibicionistas. Y nosotros somos más. Y podemos gritar más fuerte", pero con tolerancia y respeto.