Cuando el pasado martes, como dice Serrat, con la resaca a cuestas pisé la escalera del avión en Aguascalientes, sentí que el vuelo AM2633 mas que a la ciudad de México me llevaba de la ilusión a la realidad.

Y es que los toros tienen la capacidad de transportarnos a un mundo de fantasía. Habían sido días intensos en los que mis pensamientos habían estado viajando entre Sevilla y Aguascalientes.

Octavio Paz dice que "cualquier pretexto es bueno para interrumpir la marcha del tiempo y celebrar." En el Laberinto de la Soledad afirma que los mexicanos somos un pueblo ritual, “y esta tendencia beneficia a nuestra imaginación tanto como a nuestra sensibilidad siempre afinada y despierta."

El rito iniciaba con un paseo por el barrio de Triana, luego la visita al Templo del Señor del Encino. Una plataforma digital me transportaba a la Real Maestranza de Caballería.

Así pude ver los lances de Juan Ortega, el poderío de Roca Rey, la evolución en la estética del toreo de Ginés Marín y la dimensión de la lidia total de Manuel Escribano. De ahí al sorteo para ver los toros en los chiqueros. Antes de la corrida pasábamos a probar suerte en el casino o a disfrutar de las peleas de gallos.

Como lo explica el poeta: "Todo ocurre en un mundo encantado: el tiempo es otro tiempo (situado en un pasado mítico o en una actualidad pura): el espacio en que se verifica cambia de aspecto, se desliga de, resto de la tierra, se engalana y convierte en un sitio de fiesta."

Sevilla y Aguascalientes manifiestan el hermanamiento entre la celebración desde uno y otro continente.  

Octavio Paz, como si hubiera anticipado la faena de Morante o el impacto que causó Marco Pérez a los aficionados hidrocálidos, afirma que "la fiesta es ante todo el advenimiento de lo insólito".

Carlos Fuentes señalaba que una corrida podía espetar un tropel de emociones estéticas que van del asombro a la admiración, a la duda misma que semejante entusiasmo procura, "al irresistible clamor de la multitud que con un solo, enorme alarido, tan vasto como el océano mismo que separa y une a España y México".

Así fueron las faenas de Diego San Román que lo mismo rayaban en el tremendismo que impactaban por el temple y la largura de sus muletazos en redondo. 

Aguascalientes es tan taurina que, saliendo de los toros, nos íbamos a un restaurante afuera de la Monumental a pedir que en la pantalla gigante nos pusieran la corrida de Sevilla. Y si el consumo y la propina eran suficientes, podíamos conseguir que repitieran una y otra vez el rabo de Morante. 

En una ocasión Octavio Paz declaró que "Sevilla es más que una ciudad, una historia, unas piedras que son siglos y un río que es el tiempo. Sevilla es para nosotros los hispanoamericanos un origen. Aquí comienza América". Tal vez, se podría complementar que, en abril, Sevilla se prolonga hasta Aguascalientes. 

Dos ciudades festivas y taurinas. Pero con plazas muy distintas. La Real Maestranza guarda los más impresionantes silencios. La Monumental hidrocálida no se calla nunca.

Los sevillanos paladean los detalles. Los aquicalidenses esperan ansiosos que la banda toque "pelea de gallos" para que hasta el alma grite… ¡Viva Aguascalientes"n! 

El emparejamiento de dos fiestas. Aficiones que gozan con la heroicidad del diestro y la fiereza de su adversario animal. 

En ambos lugares, como diría Paz, los aficionados salen purificados de ese baño de caos. En palabras del Nobel Mexicano: "Es una verdadera re-creación, al contrario de lo que ocurre con las vacaciones modernas, que no entrañan rito o ceremonia alguna, individuales y estériles como el mundo que las ha inventado".

En los toros, en los gallos, en las fiestas de abril en Sevilla y Aguascalientes pude vivir la renovación de la vida a pesar de la muerte.