En el instante en que el vientre de la madre se retuerce y el cuello del útero se entreabre para dar paso al aliento de la vida, se desata un acontecer tan esencial como el mismo murmullo de los ríos bajo la luna: el bebé se embarra de todo al salir.
La vista es poco agradable, pero este primer contacto intrauterino (y en algunos casos perianal) es primordial para la vida. Se trata del primer inóculo de microorganismos, mismos que acompañarán al bebé durante toda su vida.
Los microorganismos son fundamentales en quienes somos. Es más, nos permiten cuestionarnos quiénes somos. En «nuestro cuerpo» hay diez veces más células de microorganismos que de nosotros. Y en diversidad genética hay cien veces más ADN de otros organismos que de nosotros.
¿Somos el hospedero de trillones de seres, un ente único, o un ser en simbiosis? Todo apunta a lo último. Los microorganismos dictan decenas de aspectos de nuestro día a día.
Estos seres —diminutos pero poderosos— son los bastoncillos invisibles que sostienen el gran espectáculo de la vida dentro de nuestro cuerpo. Son los directores de la orquesta digestiva, los guardianes de la salud inmunológica, y los diseñadores del paisaje de nuestra piel. Tienen el poder de influir en nuestro estado de ánimo, en nuestra resistencia a enfermedades, e incluso en la forma en que procesamos los nutrientes.
Por ejemplo, algunos microorganismos producen acetatos dentro de nuestro tracto, pequeños compuestos químicos que ayudan a disminuir la inflamación interna. Otros, tienen en su ADN instrucciones que reconoce nuestro sistema inmune para disminuir problemas de salud.
Algunas relaciones pueden ser fatales, como el Alzheimer. Los estudios más recientes han demostrado una relación directa entre bacterias presentes en las encías, y una contaminación del cerebro con las toxinas que estas generan. Resulta que estos pequeños directores tienen la capacidad de afectar la salud de nuestro cerebro, influyendo en la composición química que, a su vez, podría desencadenar sinfonías desafinadas en las sinapsis neuronales.
No obstante, el mar de microorganismos en nuestro cuerpo tiene una misión fundamental. Exponer el cuerpo a otro tipo de genes, de instrucciones de ataque, de toxinas; irse preparando para el mundo.
Existe, además de esa primera embarrada materna, otra fuente de microorganismos para la vida, aún más importante. La leche materna, una danza de nutrientes y defensas que se transmiten en cada succión. Como si cada sorbo de leche materna fuera una pócima mágica, alimentando no solo el estómago del pequeño aventurero, sino también sus futuros logros inmunológicos.
Aun así, en varios estudios se coloca a México como la segunda nación del mundo que menos tiempo se amamanta al bebé. En nuestro país apenas 33 de cada 100 bebés se alimentan exclusivamente de leche materna durante sus primeros seis meses de vida, la recomendación mundial para el óptimo desarrollo del bebé. Hace dos años, eran apenas 16.
No se pueden apuntar dedos a las otras 77 madres mexicanas, pues son víctimas de las más voraces técnicas de mercado para apuntalar la leche de fórmula, en polvo. También, una muy importante parte de las nuevas mamás mexicanas lleva una pobrísima dieta, cortísima en ácidos grasos omega 3, 6 y 9, impidiendo que su cuerpo tenga suministros para ir aportando al desarrollo del bebé. Condenando de una manera fisiológica a la criatura, dándole menos oportunidades desde la salida.
Las propuestas para fortalecer el microbiota (esta Arca de Noé que cargamos de microorganismos) pasan por todos lados. Desde implantes de heces fecales directo en el intestino o embarrar a los bebés de cesárea con juguito intrauterino, a tan solo comer más fibra —alimento de los microorganismos— para preservar lo que ya tiene. Dele gracias a su madre.